Terrorismo ‘amateur’
Recurre tanto a sicarios pagados por las embajadas como a fanáticos que van por libre y actúan por pura afición mimética
En 1996, una editorial madrileña publicó un libro firmado por tres bilbaínos, entre los que me contaba, y titulado ‘Auto de terminación. Raza, nación y violencia en el País Vasco’. El entonces Lehendakari, del que no nos consta aún que lo hubiera leído, declaró, a los pocos días de su aparición en las librerías, que ya sólo la primera parte de su título había turbado y consternado profundamente a las honradas bases de su partido, o sea, del PNV. Lo que entendimos los autores era que la edición del libro había ofendido al Lehendakari.
Las bases del
PNV, por supuesto, rara vez, si alguna, pisaban las librerías (sus cuadros dirigentes, no sé).
Lo cierto es que desde la prensa nacionalista arreciaron los ataques contra el libro y sus autores. Uno de ellos, Patxo Unzueta, a la sazón editorialista de ‘El País’, alegó que, lo que a él le consternaba, era que el Lehendakari y la prensa de su partido nos atacaran por un libro que no trataba en absoluto del PNV, sino que se centraba en el caso de ETA y del terrorismo abertzale. Ni siquiera yo, el único de los tres autores que vivía aún en el País Vasco, temía que el PNV organizara atentados contra mi persona. Sin embargo, tras la campaña mediática contra el libro, el Ministerio del Interior decidió ponerme escolta. No por lo que pudiera hacer contra mí el PNV, sino por si las moscas; o sea, por ETA y por los espontáneos, que no faltaban.
Desde los orígenes mismos del terrorismo político, sus atentados contra los escritores molestos para los gobiernos totalitarios van siempre precedidos de intoxicaciones propagandísticas a cargo de los aparatos del poder. Se trata de un terrorismo dirigido a distancia, que recurre tanto a sicarios pagados por las embajadas como a fanáticos que van por libre y actúan por pura afición mimética. Así combatió Stalin a la oposición en el exilio y así lo hace Putin con la exterior y con la interior. Los asesinos de Anna Politkóvskaya, por ejemplo, fueron policías y ‘hooligans’ putinistas que quisieron hacer a su presidente un regalo en su 54 cumpleaños, el 7 de octubre de 2006.
Desde la llegada al poder de los ayatolás en Irán (1979) el terrorismo islamista incorporó estos métodos del terrorismo soviético, ya no sólo como una fórmula para acabar con la oposición propia, sino como arma de la yihad global, de la guerra total contra los infieles. Salman Rushdie no era un opositor iraní cuando Jomeini decretó contra él la ‘fatwa’. Bastó que fuera un musulmán ‘apóstata’ con notoriedad literaria internacional. Los redactores y dibujantes de ‘Charlie Hebdo’ no eran musulmanes, sino humoristas (¿alguien conoce a algún humorista musulmán?). Los maletillas del terrorismo, tanto del islamista como del neosoviético, seguirán matando y haciéndolo cada vez más en este siglo de crispación y furia. Precisamente, como el protagonista de su novela ‘Fury’ (2001), el historiador de las ideas Malik Solanka, Salman Rushdie cambió Londres por Nueva York ese mismo año, para caer allí y ahora, víctima de la violencia sacrificial y ubicua que vislumbró en una narración profética terminada meses antes del 11-S.
Los maletillas del terrorismo, tanto del islamista como del neosoviético, seguirán matando en este siglo de crispación y furia