ABC (1ª Edición)

Los versos satánicos de Morante

El espíritu libre del arte se desata con el sevillano en una deslucida corrida y con un ruedo imposible

- ROSARIO PÉREZ

Entre el delirio y la cordura del tiempo que nos tocó vivir, con episodios de renglones rectos, de renglones torcidos, Morante enseñaba su toreo a casi diez mil pupilas, que no es mal número después de todas las trabas sufridas en este taurino norte. De la prosa en ese andar ante la cara del toro volaba a los versos de su torería, a esa verónica alada, a esa trinchera de paz en época de guerra. Su mente caminaba hacia la playa de lo imposible. De repente, y como si nada, se fajó con Disparate, al que hizo embestir mejor de lo que era. No había más mañana que aquella tanda de talones aplomados y el pecho ofrecido. «Aquí estoy yo», se leía. Allí estaba el genio, lúcido y arrebatado, fresco y envenenado por el único arte capaz de caldear la frialdad de un escenario cubierto.

Tres años después abría sus puertas el coso de Illumbe, multiusos para todo menos para lo que Bildu no quiera. Que no pocas veces los mismos que presiden corridas en Azpeitia intentaron acabar con las de San Sebastián, aunque esta vez el parón fuese por la pandemia. La intoleranc­ia antitaurin­a, la ‘antilibert­ad’, ni ha podido ni podrá matar la Fiesta mientras haya un artista como Morante. Qué torero. Cultura pura. No hay tarde mala para su lírica. Versos satánicos trazó a derecha e izquierda, con naturalida­d y a dos manos. Versos que reivindica­ban la libertad de expresión, versos que censuraban el fanatismo que dictó sentencia de muerte para Salman Rushdie. Porque Morante siente al escritor atado hoy a una camilla como uno de los suyos, como uno de los nuestros. Morante, como cada miembro del mundo del toro, sabe lo que es sufrir las cadenas de los radicales, de ese animalismo que ataca al hombre para ensalzar a la bestia, de los malnacidos que desean la muerte de niños con cáncer solo por soñar una curación vestida de luces.

Ayer, con una corrida de Zalduendo que a la mayoría no defraudó –poco se esperaba y poco juego dio–, nunca se perdió la fe. La fe del arte. No había más religión que la del morantismo, carne y hueso ya a la verónica. Aquellos lances acariciaba­n la suave embestida de Disparate, de contada fortaleza. No ayudaron los dos volatines y la lidia transcurri­ó entre el sí pero no en un ruedo que a las seis era una lisa pintura dorada y, un cuarto de hora después, se había transforma­do en el huerto del tío Raimundo. Un patatal, con boquetes que pesaban al ganado y a los de luces.

Un campo de labranza

Pidió Morante que le colocasen al zalduendo en terrenos del 7, los únicos que permanecía­n aún sin labranza ni boquetes. Y allí empujó al toro, invitándol­o a embestir. Su terno noche y oro, un espectácul­o, brillaba bajo la cubierta mientras en la calle tronaba. Con su clase y su nobleza acudía el toro, y más clase ponía el de La Puebla. Del tercio lo sacaría en una faena plena de armonía, con destreza de sastre inglés, sin una mácula. Mediada la labor, al compás de ‘Gallito’, se descalzó. Y desde la raíz toreó su tronco, con las ramas de la tauromaqui­a de ayer y hoy. Cómo fue la trinchera, octava maravilla. Los viejos aficionado­s, aquellos que respiraban aún el aroma del Chofre, alabaron su forma de andarle hasta el 2, donde entró a matar. Resbaló en el primer encuentro y entró hasta la bola en el siguiente. Qué mérito, pues el ruedo estaba para pocas florituras. Camino del burladero, se hundió su tobillo. Que no hubiese partes médicos con lesiones fue un milagro, como milagrosa fue aquella faena inaugural. Saludó tras una ovación, escaso premio para tan torera creación.

En el ecuador del festejo, nueve areneros arreglaban con golpes de rastrillo y pisotones el ruedo. Con rabia lo aplastaba un chaval: en quién pensaría... Desde su atalaya de director, Morante también pareció mentar a la madre que parió la arena, tan poco compacta. A las siete y media salía el cuarto de la desigual corrida: al techo apuntaban los pitones y al alza la esclavina. Nada se empleó Poderío, al que Aurelio Cruz recetó un gran puyazo y torerament­e le echó otro palo. En las butacas solo se hablaba entonces del picador. Hasta que el de La Puebla del Río se creció en un mar de ayudados por alto. Ola tras ola frente a un animal imposible. Qué malo era. Toda la bravura se la quedó en Aliseda. Y tras aquel espejismo de prólogo, de aquellos versos satánicos que eran la voz del arte libre, abrevió. No había más poemas que recitar, no había más estrofas que escribir.

Cositas de Talavante

Volvía Talavante a Illumbe con la misma ganadería de su cantada obra hace un lustro. Acusó Conjetura el estado del redondel, con tanto hoyo. Bien comido y cornicorto, se movió con bondad en la muleta, que imprimió lentitud. Lástima que la fuerza y el recorrido no le acompañara­n lo suficiente, pues tenía sus virtudes. Lo oxigenó el extremeño, más centrado que en las últimas tardes, y se ciñó en una aplaudida serie antes del guiño a Manolete. Como el que pincha una oliva se tiró a matar. En las notas del áspero quinto, de cero clase, los faroles del matador y un par de Fini.

El más destartala­do tercero no podía con la penca del rabo, por lo que asomó el pañuelo verde. «Toro devuelto», se señalaba en la pantalla. Qué moderno. Diego Ramón pidió que arreglaran el piso –semanas antes era una solera de hormigón– y corrió turno Aguado: de Tabernero a Titulado, que se pegó una voltereta antes de derribar el piquero. Y otra más en el capote de Aguado... El pulso lo puso Iván García en banderilla­s. Un «¡viva!» a España en la Bella Easo descorchó la labor descalza de Pablo, desnuda de zapatillas y de prácticame­nte todo. Ni iba el reservón animal ni el matador lo veía por ningún lado. «No pierdas más el tiempo», gritó una voz. Y eso hizo. No mejoró su imagen con el cuajado sobrero de La Palmosilla, que se sumó a la falta de casta de Zalduendo. A la salida de Illumbe, monte abajo, la afición se desmelenab­a al ritmo de los versos satánicos del toreo. Los del espíritu libre de Morante.

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// BMF Morante de la Puebla, en un derechazo con el mentón hundido y el pecho ofrecido al toro Disparate

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