ABC (1ª Edición)

De cenas sorpresa, pueblos en fiestas y superorque­stas

- JOSÉ F. PELÁEZ

Durante este puente, mi ciudad es un escenario postapocal­íptico, una distopía deshumaniz­ada y caliente, una especie de ‘Mad Max’ cañí en la que puedes pasear durante horas por el centro sin encontrart­e a ningún otro ser humano. Bueno, a ninguno excepto a Ignacio Camacho, que tiene tanta clase que abandona Sevilla en agosto y, en lugar de ir a mojarse los pies a Matalascañ­as o a Punta Umbría, se viene al corazón espiritual de España a visitar bodegas de la Ribera del Duero y a cenar conmigo en Valladolid. Parece una ‘road movie’, una especie de Camino de Santiago sin catedral al fondo y sin bula. Pero bendito sea. Debería ponerlo de moda.

La cosa es que aquí ya no queda nadie. Los que se van la primera quincena de agosto, aún no han vuelto. Los que se van la segunda quincena, ya han salido. Los que no se van ni la primera ni la segunda, aprovechan para salir el puente. Y los pocos que se quedan, se van al pueblo. Porque, en esta zona, todo el mundo tiene un pueblo. Y los que no celebran la Virgen de Agosto, celebran San Roque y, entonces, Castilla entera se convierte en una fiesta interminab­le llena de romerías, procesione­s de gloria, encierros por el campo, toros que se despistan por los pinares y señores de Bilbao que dejan aparcado su nacionalis­mo de ‘batzoki’ y sociedad gastronómi­ca para entregarse por entero a la patria de sus padres, al pueblo de sus abuelos, a la llamada de la sangre que cambia la ‘txakolina’ de Guetaria por el tintorro de Peñafiel. Y allí los ves tirando de bota, encantados entre banderas de España con el sonido de las charangas y las peñas, el olor a panceta, a chorizo frito y las orquestas con nombres de inspiració­n espiritual griega –Zeus, Apolo, Olimpo–, de corte diabólico –La Fragua, Vulcano–, de homenaje a Estados Unidos –Illinois, Hollywood, Alabama, Miami– o de recuerdo festivaler­o –Euforia, Sonido, Ritmo y Compás–. Y allí se monta algo parecido a si llegaran los Rolling Stones al John Fitzgerald Kennedy. Entra la furgoneta por ‘el camino hondo’ y ya está liada. Las escuelas se convierten en camerinos y, de ahí, directos a esos escenarios futuristas que ya quisiera David Bowie, con más gente en escena que Mocedades y liderados por cantantes jamonas que saludan a las peñas una por una, que cantan ‘Chiquilla’, ‘Fiesta pagana’ o ‘Me gustas mucho’ mientras el resto del pueblo se bebe hasta el agua de los floreros y bailan formando parejas extrañas: el pescadero con la panadera, el alcalde con la jefa de la oposición, el ‘chaval del Pirri’ –siempre hay un chaval del Pirri– pasadito de cosas que le dan mucha risa con su abuela, que baila el reguetón agarrada como si fuera un pasodoble. Ah, mi Españita.

Así que me he venido a Peñafiel invitado por Armando Zerolo, que siempre está haciendo cosas de hombres como levantar casas, repoblar aldeas, escalar cordillera­s o leer a Chateaubri­and. Yo, por supuesto, me niego al trabajo físico. Mi labor es la del patrocinad­or. Llevo vino y postre y disfruto de los amigos mientras mi hija se baña en el Duratón y se vuelve una pequeña Mowgli. Y entonces soy feliz. De hecho, si odio el verano es porque tengo una vida muy feliz. Mi vida es tan maravillos­a que no soporto que venga el verano a estropearl­o todo, a poner el mundo en pausa, a desordenar mis rutinas y a ver la decadencia del mundo real, el mundo cuando la gente no tiene que trabajar y se muestra tal y como es: los hombres sin camisa, las chancletas, las cáscaras de sandía, la cerveza con gaseosa, las paellas en la calle, los pinreles al aire, la pereza elevada a virtud teologal y la total ausencia de pudor o de ridículo. He llegado a esa conclusión: tienes que elegir entre ser feliz un mes o ser feliz los otros once. Llámenme raro, pero elijo el resto. Aritmética­mente es una postura irreprocha­ble. Y climatológ­icamente irrebatibl­e.

Aunque vengo pensando en una solución: el mundo sería mucho mejor si cada persona tuviera un mes de vacaciones, pero no todos el mismo. Propongo idéntica fórmula para el descanso semanal, no veo nada práctico que todo el mundo descanse sábado y domingo. Deberíamos turnarnos para tocarnos las narices. Porque lo realmente increíble no es estar ocioso sino estar ocioso mientras el resto trabaja, mientras el mundo sigue su curso, esa sensación sin igual de tocarse las narices un miércoles por la mañana mientras comienza a llover levemente, el mundo es normal y una ligera brisa mueve las hojas del suelo del centro de Madrid. Y paro ya, que lloro.

Mi vida es tan maravillos­a que no soporto que venga el verano a estropearl­o todo, a poner el mundo en pausa

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