Y la nostalgia cambió de bando
Nadie podrá dudar que solo un rapto de nostalgia puede llevar a un presidente a querer jurar su cargo delante de un sable
LA nostalgia, como todas las formas de la melancolía, es una cosa muy seria. Pertenece a esa íntima jurisdicción donde cada uno administra, como buenamente puede, su dolor y su esperanza. Uno daría en pensar que los sentimientos son exactamente eso: una región donde nada ni nadie debería meter las narices, pues el patrimonio emocional de cada uno es, sin duda, nuestra parte más preciada. Toda persona tiene derecho a echar de menos lo que le venga en gana y sin las ficciones que nos brinda la memoria, la vida se haría difícilmente soportable.
Estoy a favor de que ciertas emociones se mantengan a salvo del juicio ajeno. Nadie aprueba en el examen de la sentimentalidad porque en el terreno íntimo a todos nos ha tocado optar, alguna vez, por la estricta supervivencia. Por eso entiendo tan mal que se ideologizara la nostalgia con un reflejo automático y que se desprecie a quienes encuentran en la tradición o en la infancia su refugio.
No es seguro que lo personal sea político y por eso Gabriel García Márquez acertaba cuando le advertía a su biógrafo que todos tenemos una vida pública, una vida privada y una vida secreta. Esta última, entiendo, sólo los muy afortunados. Pero la nostalgia, como casi todas las tristezas, pertenece a esa condición privada, por más que muchos se esfuercen en fiscalizar nuestro amor, nuestro ocio o nuestros michelines.
Pese a todo, si cogemos el guante a quienes deciden politizarlo todo, descubriremos que los más heridos por el dolor del regreso no son los conservadores. Bauman estaba en lo cierto cuando certificó que la nuestra es la era de la nostalgia, pero el sociólogo polaco atinó no porque los reaccionarios aspiren a volver a ningún origen, sino porque también la izquierda ha olvidado su antigua y fecunda capacidad para soñar futuros.
La nostalgia hoy se acomoda en esa izquierda que arroja a muchachas en su veintena a defender eslóganes de los años 30 del pasado siglo. Así, también es nostálgica la apuesta por figuras tan lejanas como el partisano o antiguas rebeldías como la que noblemente encarnó hace un siglo el antifascismo. Nostálgico es apropiarse de una derrota para convertirla en victoria, y nostálgica es la doctrina del decrecimiento ecologista.
Con todo, la nostalgia de izquierdas más superlativa, por literaria y por fictiva, es aquella ucronía que añora la Latinoamérica que podría haber sido si la historia no hubiera llevado hasta su orilla nuestras tres carabelas. Y nadie podrá dudar que solo un rapto de nostalgia puede llevar a un presidente a querer jurar su cargo delante de un sable.
En estos compases terminales de aquello que se quiso denominar nueva política, no deja de ser irónico que no haya sido el miedo, como prometieron, sino la nostalgia, la que ha decidido cambiar de bando.