Matar por blasfemar como arma disuasoria
El islamismo utiliza la norma para intimidar a las minorías no musulmanas
El islam radical niega la libertad de expresión y sus vínculos con la libertad religiosa
La denominada Ley de la Blasfemia, clave para entender el intento de asesinato de Salman Rushdie, es el palo que utiliza el mundo del islam para medir las costillas al Occidente cristiano y, sobre todo, para controlar e intimidar a sus propias minorías religiosas. La fetua dictada en 1989 por el líder de Irán, Jomeini, contra el escritor británico de origen indio, ordenando su asesinato a manos de cualquier musulmán, fue solo el decreto islámico con más impacto diplomático de las últimas décadas. Antes, miles de casos pasaban inadvertidos.
La orden de ejecutar a quien profiera un insulto contra el Corán o contra Mahoma es uno de los puntos más controvertidos de la Sharía, la ley islámica. Los gobiernos de los países de mayoría musulmana más moderados se limitan a no aplicarla. Pero no pueden o no quieren hacer nada por eliminarla de su ordenamiento.
Así, años después del decreto del ayatolá Jomeini contra Salman Rushdie, y una vez que llegó al poder un gobierno islamista más moderado, las autoridades de Teherán se comprometieron solo a no ejecutar la orden del fundador del régimen contra el autor de ‘Los versos satánicos’ (una burla en toda regla del Corán y de Mahoma), pero no la levantaron.
La Ley de la Blasfemia es uno de los mayores obstáculos en el diálogo entre el mundo musulmán y el de raíces cristianas, que solo admite la persecución legal por la difamación de personas, nunca por la de ideas o convicciones religiosas. En Occidente, la libertad de expresión es al menos tan sagrada como la ley islámica de la blasfemia. El sistema liberal considera, además, que la libertad de expresión está estrechamente vinculada a la libertad religiosa.
Basta para ello observar cómo se practica en el mundo del islam. La ley solo es invocada por ciudadanos musulmanes –el testimonio de dos es suficiente– normalmente contra fieles de otras religiones minoritarias, habitualmente pobres e incapaces de contratar abogados que les defiendan en los tribunales. Irónicamente, la norma que persigue la blasfemia con la cárcel o la muerte solo se aplica a los sospechosos de haber insultado al Corán o al profeta Mahoma, y en ningún caso a los musulmanes que injurian a otras religiones allí donde el islam es el credo mayoritario.
Por insólito que parezca, la presión del mundo musulmán sobre la sociedad occidental –que ha banalizado hasta el extremo la blasfemia contra su propia religión mayoritaria– es mayor de lo que aparenta. En 2010, los 56 estados islámicos de la ONU estuvieron a punto de sacar adelante una resolución condenatoria de la «difamación de las religiones», en realidad un eufemismo para restringir la libertad de expresión en Occidente y blindar la ley islámica de la blasfemia.
El islam cuenta además con un ‘lobby’, la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), que paradójicamente es mayoritario en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, un órgano menor de Naciones Unidas que todos los años condena la que llaman «difamación de las religiones». Desde que estalló el ‘caso Rushdie’, la propaganda islamista se encarga de recordarnos que fenómenos como Osama bin Laden y el supuesto aumento del rechazo a Occidente en Oriente tienen su causa en los ataques dialécticos contra el islam por escrito o de palabra.