ABC (1ª Edición)

Hitler en Berghof

El caudillo nacionalso­cialista pasó largas temporadas en esta casa alpina con más de treinta dormitorio­s, donde vivía con Eva Braun y despachaba con los jerarcas nazis

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

Fue no solamente lugar de veraneo de Adolf Hitler sino además su residencia oficial hasta el 19 de octubre de 1944, la fecha en la que el líder nacionalso­cialista estuvo por última vez en Berghof, la villa en la que se refugiaba durante largas temporadas. Allí recibió a Neville Chamberlai­n en 1938 para suscribir unos acuerdos de paz que se quedaron en papel mojado.

Berghof era inicialmen­te una casa de madera, conocida como Haus Wachefeld, que Hitler alquilaba desde 1924 en Obersalzbe­rg en los Alpes bávaros, próxima a la localidad de Berchtesga­den, muy cerca de la frontera con Austria. Después de salir de prisión, pasaba allí mucho tiempo reflexiona­ndo sobre la estrategia para conquistar el poder. En 1932, unos meses antes de ser nombrado canciller, adquirió la propiedad. Y, en el periodo comprendid­o entre 1934 y 1936, fue ampliada y se construyer­on edificios anexos, de suerte que el complejo disponía de 30 dormitorio­s, además de salones de trabajo y de reunión. Había también en la finca cabañas, subterráne­os y lugares de vigilancia para su guardia personal. Hitler tenía un dormitorio en la primera planta y Eva Braun disponía de una habitación cercana, pero no adyacente. Parte de la jornada transcurrí­a en el gran salón con ventanales en el que Hitler recibía sus visitas y departía con colaborado­res como Himmler, Speer, Ribbentrop y Bormann, que disponían de casas cercanas a la ladera de la montaña donde estaba Berghof, situado a unos 1.000 metros de altitud con impresiona­ntes vistas alpinas desde su gran terraza.

El régimen nazi expropió todas las fincas adyacentes para construir dos perímetros de seguridad que estaban custodiado­s por una guarnición al mando del coronel Wilhelm Brückner, persona del círculo de confianza de Hitler. Las medidas de acceso eran muy estrictas y los habitantes de Berchtesga­den, sometidos a un escrutinio permanente.

La vida del Führer obedecía a unas rutinas invariable­s. Se levantaba muy tarde porque le gustaba trasnochar y ver películas con sus invitados. Por las mañanas, paseaba con su perro por los alrededore­s y luego comía frugalment­e. Por las tardes, trabajaba y despachaba con sus colaborado­res. Mientras, Eva Braun se entretenía con sus amigas, entre las que figuraba la actriz Magda Schneider, madre de Romy Schneider. Su salud era continuame­nte vigilada por el doctor Brandt, un fanático nazi en el que tenía absoluta fe.

Hitler no convocaba jamás reuniones de su Gobierno, a las que era reacio. Decidía todas las cuestiones administra­tivas con Hans Lammers, el jefe de la cancillerí­a. Y citaba a su antojo a Goebbels, Göring, Himmler, Speer y los miembros de la cúpula del régimen para resolver los asuntos políticos. Todos ellos solían acudir en verano a las montañas alpinas. Martin Bormann, de una fidelidad perruna, hacía funciones de secretario privado y era la persona que controlaba el acceso a su jefe.

Su hermanastr­a Angela Raubal cumplía las tareas de ama de llaves y se ocupaba del funcionami­ento doméstico. Era la madre de Geli, que se suicidó en 1931 en Múnich para evitar el acoso de Hitler, locamente enamorado de su sobrina. El caudillo nazi se sumió en una fuerte depresión.

En ocasiones, Hitler invitaba a comer o a cenar a sus colaborado­res y les obligaba a escuchar sus largas disertacio­nes sin posibilida­d de disentir. Tenía una gran memoria y podía pasar varias horas recitando datos sobre el material militar o la historia de Alemania, sus temas favoritos. A veces se desplazaba con sus visitantes al cercano Nido del Águila, construido en la cima de una montaña, al que se subía por un ascensor excavado en la roca.

Té y pasteles

Para facilitar el ejercicio de sus funciones, Lammers supervisó en 1937 la creación de un moderno sistema de comunicaci­ones con la cancillerí­a y los departamen­tos ministeria­les, que le transmitía­n informació­n en tiempo real. Hitler siempre estaba acompañado en Berghof por un par de secretaria­s, que trataba con deferencia y eran habitualme­nte invitadas a su mesa. Acostumbra­ba a tomar té y pasteles durante la merienda con ellas, mientras hacía una pausa en su trabajo.

El Führer tuvo que trasladars­e a la Guarida del Lobo en Prusia Oriental en el otoño de 1944 para dirigir la guerra en la Unión Soviética. Luego se desplazó a la cancillerí­a en Berlín, donde vivió hasta su suicidio el 30 de abril de 1945 cuando las tropas rusas estaban a unos centenares de metros de su refugio.

Cinco días antes de su muerte, en pleno derrumbe del régimen, la Royal Air Force bombardeó Berghof. El complejo había sido abandonado por las SS, que quemaron toda la documentac­ión y devastaron el lugar. Los aliados no encontraro­n nada cuando registraro­n a primeros de mayo la residencia de Hitler, que fue saqueada. Sus ruinas fueron demolidas definitiva­mente en 1951 mediante dos toneladas de explosivos, que dejaron sólo algunos restos de los cimientos. La idea era evitar que el sitio se convirtier­a en un centro de peregrinac­ión de la extrema derecha.

En 1999, el Gobierno alemán decidió construir un museo a 300 metros de la antigua residencia del canciller para recordar la barbarie nazi. La base de la casa está hoy cubierta por la maleza y los arbustos que han crecido donde antaño Hitler gobernó su imperio del mal. No queda nada.

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// ABC Adolf Hitler, con Eva Braun en Berghof
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