El resto del percebe
Hay un paralelismo entre la euforia laportista y el catalanismo de expectativa falsa, de pócima milagrosa, de solución mágica
DESDE que ha cerrado Via Veneto, Joan Laporta ha tomado Botafumeiro como refugio. Nos encontramos a veces y nos saludamos a lo lejos, él va siempre a uno de los reservados. El otro día dejó la puerta abierta y vi de refilón su mesa. Entendí por qué está inmenso. Después de una copiosa cena, con cazuela de callos para cerrar, se bajó medio carro de postres y tres bolas de helado de avellana con chocolate deshecho. Había periodistas en la puerta principal, en Mayor de Gracia, que le esperaban para preguntarle por su acuerdo de última hora con Jaume Roures. Alguien avisó al presidente de la presencia de los reporteros. Laporta pidió al director del restaurante que le abriera por detrás: «Mira cómo estoy. Así tan gordo no quiero que me vean salir de un restaurante». Su chófer le esperaba en la pequeña calle de Santa Eugenia.
Yo también he engordado este verano pero si Jan no toma una decisión va a reventar. No es sólo que esté gordísimo, es que está en esa fase de la vida –y si lo digo es porque sé de lo que hablo– en que un hombre no sabe cómo parar. La mezcla de euforia y angustia que da ser presidente del Barça no es fácil de llevar. Florentino puede ser el presidente del mejor club del mundo y uno de los empresarios más importantes de España porque vive completamente alejado de las pasiones mundanas. Sólo le importa el poder y ganar. A Laporta ser presidente del Barça le ha quitado de pobre y lo que más ilusión le hace es zampar a gusto sin pensar quién paga. Y retozar, aunque tal como está pronto va a resultarle una proeza técnica.
Hay un paralelismo entre hartarse a pastelitos y helados en Botafumeiro y en cómo ha fichado para esta temporada: todo compulsivo, bruto y sin demasiado sentido. Primero el subidón que da el dulce y luego la realidad de los resultados. Hay un paralelismo, también, entre la euforia laportista y el catalanismo de expectativa falsa, de pócima milagrosa, de solución mágica. Si tener a Messi nos hizo creer que podíamos tener la independencia, Laporta puede mirarse ahora en el espejo de Puigdemont para entender el tipo de final que suele esperar al que cree que es más listo que los demás y hace las cosas de cualquier manera.
También explica el estado de la prensa en Cataluña lo de los periodistas en la puerta. A ninguno se le ocurrió reservar una mesa, sentarse a cenar y poder ver lo que yo vi tranquilamente, sin tener que preguntar a nadie. Dirán que no cobran lo suficiente pero la verdad es que ni se les pasó por la cabeza. Si consigues la noticia, el director te paga la cena. Pero primero has de tener la idea. Es este periodismo catalán, mendigo, que el día que Messi se fue del Barça, en lugar de preguntarle por qué y ponerlo entre las cuerdas, le dieron las gracias y le preguntaron por su gol preferido. Es este periodismo indigno, cautivo, que define el sentido que una sociedad da a la libertad y a la inteligencia.
Claro que si uno de estos entra en Botafumeiro igual se traga la pezuña y tira el resto del percebe.