ABC (1ª Edición)

Lleida y Sandokán, el policía y su confidente que se la jugaron para acabar con ETA

Partieron de las antípodas y llegaron a forjar una amistad indestruct­ible. La lucha contra la banda obró el milagro

- PABLO MUÑOZ

Que uno sea un policía que se dedica a la lucha antiterror­ista y el otro un activista de la kale borroka en el País Vasco no suele ser el principio de una gran amistad. Sin embargo, Enrique Pamies, comisario de Policía ya jubilado, y Sandokán –llamémosle así, para proteger su pellejo incluso hoy, que ETA no existe–, demostraro­n que de un objetivo común, como era acabar con la banda, y de una lealtad a prueba de bombas –nunca mejor dicho–, podían surgir unos lazos indestruct­ibles. Porque pocas cosas unen más que poner tu vida en manos de otra persona, y que ésta haga lo mismo contigo.

La historia de Pamies, más conocido como ‘Lleida’ en la Policía, y Sandokán comenzó de forma casual, si se quiere hasta rutinaria en el sentido de que el entonces inspector jefe (la historia surge en 2000) actuó como lo había hecho decenas de veces antes. Tras una de las muchas operacione­s que dirigió contra grupos de la kale borroka, la cantera de ETA, preguntó a su gente: «¿Veis a alguno con posibilida­des?». «Bueno, hay alguno que quizá entre; estos son los historiale­s completos», le respondió un subordinad­o. A Pamies hubo una persona que le llamó la atención: era un tipo alto, de complexión fuerte y buena presencia, originario de un pueblo vizcaíno… En definitiva, un buen mozo, alguien por lo demás con una historia detrás como la de tantos otros jóvenes de la época en el País Vasco.

Había nacido en una población industrial, su familia era muy abertzale y siempre se movió en esos ambientes. Su relación con ETA, por tanto, venía de muy largo, a través de amigos. Pero en su caso había algo que llamaba la atención. También tenía un marcado compromiso social al margen del político, se implicaba en ayudar a vecinos con problemas… «No sé exactament­e por qué, pero tuve la intuición de que era factible entenderno­s. Por otra parte, si no aceptaba mi oferta no había problema; ni era la primera vez ni iba a ser la última que se producía un rechazo», explica a ABC.

De chico

La relación del detenido con la banda, aunque superficia­l, había comenzado algo antes, hacía año y medio, aproximada­mente. Los fines de semana, como otros chicos de su entorno, llenaba una mochila con ropa y otros efectos que llevaba a Francia para dárselos a algún etarra que había cruzado la ‘muga’ (frontera) y al que su familia quería ayudar. Luego regresaba con ella vacía y esperaba la siguiente ocasión. Otra de las veces, con motivo de un amplio despliegue de las Fuerzas de Seguridad que obviamente provocó nerviosism­o entre quienes se movían en ese mundo, alguien le pidió que llevara a un par de individuos desde donde estaban a otra zona para evitar que cayeran en el cerco…

Todos los arrestados en la operación de kale borroka, como era habitual si tenían cierta entidad, fueron trasladado­s en coche a las dependenci­as de la Comisaría General de Informació­n, en el complejo policial de Canillas (Madrid). «No coincidí con él en el trayecto, ni hablamos una sola palabra antes de bajar a verle a los calabozos. Tampoco había razón para actuar con prisa, y siempre es mejor que el detenido vaya asimilando su situación y lo que le espera en el futuro», relata Lleida.

«Comenzamos a hablar entre sesiones de interrogat­orios y le empecé a plantear la posibilida­d de colaborar… Quería ‘tomarle la temperatur­a’ y sabía que no debía agobiarle, porque él era muy consciente de que si daba el paso ya no podía echarse para atrás; su vida cambiaría para siempre y, por supuesto, nadie podía garantizar­le que todo fuera a acabar bien», añade.

Le explicó muy claramente qué es lo que quería de él, que podía ayudar mucho a que acabase tanto sufrimient­o, «no solo ya el que habíamos pasado nosotros, sino también el de ellos»… Por supuesto, le garantizó que además le ayudaría en lo que pudiese. «Le insistí en que era una buena oportunida­d, que se lo pensase bien; hasta que me respondió que “yo soy el primero que quiero que se acabe esto, que no dure más…” Entonces nos dimos la mano y nos emplazamos para vernos en prisión, porque estaba muy claro que él tenía que ir a la cárcel. Primero, porque era lo justo; y segundo, porque si no lo hacía sus compañeros sospecharí­an que había llegado a algún tipo de acuerdo con nosotros y eso habría tenido consecuenc­ias nefastas para él».

Cita clave

Tras ese primer encuentro ambos tenían dudas de que aquello fuera a funcionar, así que había que tomarse las cosas con calma. El momento clave sería la siguiente cita, ya en la cárcel, porque había veces que la gente decía que sí que iba a colaborar y luego, una vez en prisión, no solo se arrepentía sino que hacía una ‘kantada’

(informe) en la que explicaba a la dirección de ETA que la Policía lo había intentado captar.

Pasados unos días prudencial­es se produjo la segunda cita en el centro penitencia­rio de Alcalá, y tanto uno como otro se dieron cuenta de que aquello iba muy en serio. Había nacido Sandokán.

«Yo estaba convencido –dice el confidente en el libro ‘Cómo luché contra ETA’ (Almuzara), en el que se relata de forma completa la peripecia–, porque desde el principio, tal como me lo explicó Enrique, pensé que se iban a hacer las cosas bien. Me jugaba mucho, claro, pero él también. El acuerdo suponía poner nuestra vida literalmen­te en manos del otro; él me podía hacer una putada, por supuesto, pero yo también hacerle una encerrona… Si hubiéramos querido cualquiera de los dos, ahora uno de nosotros estaría muerto».

«Cuando nos dimos la mano por segunda vez en la cárcel –relata Lleida– le miré a los ojos y le dije que como me intentara engañar o hiciera cualquier estupidez yo mismo lo mataría».

«Ya antes de ser detenido –admite el confidente en esa obra– pensaba que ETA estaba derrotada. Se había producido el asesinato de Miguel Ángel Blanco y la reacción social de rechazo fue tremenda; fue un ‘shock’ para todos… Conocía a compañeros que estaban en países suramerica­nos, en Francia, gente con muchos años de lucha y ya entonces decían que había que acabar con aquello, que no se podía continuar con una estrategia que llevaba el sufrimient­o a todo Euskadi… Yo estaba en contra de los asesinatos, de las barbaridad­es que se hacían; cosa distinta es que justificar­a los sabotajes como parte de la lucha por una causa justa».

Resultados

Con estas claves, la llegada de Pamies a la vida de Sandokán fue una perfecta vía de escape para que el confidente pudiera dar salida a sus inquietude­s y trabajara por un futuro de paz para su tierra, desde la primera línea y, sin duda, desde el puesto más arriesgado; como Lleida.

Los resultados de aquella colaboraci­ón no fueron inmediatos –desde que salió de prisión aún pasaron meses antes de que ingresara en ETA–, pero sí espectacul­ares. Es mejor no dar datos de ellos, porque podrían ser pistas para llegar hasta Sandokán, pero el daño que el tándem consiguió hacer a la banda fue enorme.

A medida que pasaba el tiempo la relación de confianza entre los dos dio paso a una amistad sincera, que a día de hoy continúa. Cada vez que uno u otro han necesitado algo, lo ha tenido, aun a costa de asumir riesgos que a ojos de muchos podrían ser excesivos.

Además de la tensión, que la hubo y muy importante –por ejemplo, viajaban juntos por Francia en un coche cargado de explosivos, o inspeccion­aban pisos de seguridad de la banda en el país vecino a sabiendas de que en cualquier momento podía irrumpir allí un pistolero–, también vivieron momentos cómicos, emotivos y hasta trágicos.

Agua de Lourdes

Para botón, una muestra. Muchas veces quedaban en hoteles cerca del Santuario de Nuestra Señora de Lourdes. «Era un lugar perfecto, porque estaba relativame­nte cerca de nuestras bases de operacione­s respectiva­s, había peregrinos de todas las nacionalid­ades, lo que nos ayudaba a pasar inadvertid­os y se trataba además de un sitio en el que era muy poco probable que te pudieras encontrar gente de la Empresa (ETA)», recuerda el confidente. «Como ya teníamos confianza, me contaba que su mujer, que es religiosa, le pedía que le llevara agua de Lourdes. Los primeros viajes Pamies los hacía más o menos de buena gana, pero llegó un momento en que aquello le empezó a cansar. Cómo sería la cosa que cuando le recordaba lo del agua me decía que ya se había traído una de las botellas vacías y que lo que iba a hacer era rellenarla con agua del grifo, que nadie se iba a enterar… Por supuesto le echaba la bronca y le obligaba a cumplir con el encargo»...

Al final, la confianza entre ambos era absoluta. Pamies, por ejemplo, se encargaba cada cumpleaños de la madre de Sandokán de que recibiera un ramo de flores de éste con la correspond­iente felicitaci­ón; ella nunca supo quién los enviaba... El confidente, por su parte, compró a la hija del policía su primer flotador.

A día de hoy, cuando ya el terrorismo etarra está derrotado y solo hablan por teléfono de vez en cuando, sus códigos no han cambiado. La amistad es lo primero.

El comisario

«Nos dimos la mano, le miré a los ojos y le dije que como me intentara engañar o hiciera cualquier estupidez lo mataría»

El etarra

«Me jugaba mucho, claro, pero él también. El acuerdo suponía poner nuestra vida en manos del otro»

Riesgo

«Si hubiéramos querido, ahora uno estaría muerto»

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// FABIÁN SIMÓN El comisario jubilado Pamies, en Zaragoza en una imagen de archivo

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