ABC (1ª Edición)

Indomable Roca en el picadero de Illumbe

▶ La figura peruana logra la mejor entrada y triunfa con Guillermo Hermoso en un ruedo indecoroso

- ROSARIO PÉREZ

Ni un ruedo bajo el diluvio presentarí­a el aspecto de Illumbe en el día grande. Qué pena, tanto esfuerzo, tanta lucha, para toparse al final con un escenario tan indecoroso. Lo de ayer fue ya el acabose. De huerto a picadero. Porque en eso se convirtió el redondel bajo las riendas del rejoneador que estrenaba plaza. Los jacos removieron la arena, dejando cráteres que conducían al abismo. Había que darle las gracias por el detalle ecuestre a José María Manzanares, una figura con dos décadas de alternativ­a que se ha propuesto no abrir cartel ni la tarde de la prejubilac­ión. Así no: ese grado que da la veteranía debería exigir dar paso a la juventud, si es que a uno le interesa el toreo en general y no solo el particular. Gracias a la imposición de un telonero la corrida se sumió en una espesa largura que acabó hartando al personal.

La más abultada entrada se había registrado al reclamo de Roca Rey, un torero que también suele contribuir al retraso llegando en el último minuto. La escena de una cuadrilla liándose el capote cuando ya han sonado los clarines es para que el resto de toreros arranque el paseíllo sin tener contemplac­iones con los que no llegan a su hora. Que hablamos del espectácul­o más puntual y no de un circo. Y caso cerrado, que diría la doctora Polo.

Tres largas horas

Los tiempos muertos del baloncesto eran una broma al lado de la corrida donostiarr­a: tres horas duró. Entre toro y toro daba tiempo a recitar la Constituci­ón, a escribir una tesis doctoral, a casarse y divorciars­e.

Arreglado el ruedo, es un decir, y pintadas las rayas, es un decir también, salió el primero de la lidia a pie, costoso en banderilla­s. Con genio planeaba en la izquierda de Manzanares, que tuvo que pelear con la embestida y con los hoyos. Lo raro es que ninguna figura se haya plantado y haya dicho que no torea hasta que no se arregle el patatal. Aquí, todos callados, aunque sea la vida lo que está en juego. Un esfuerzo hizo el alicantino, que hizo amagos de rajarse en la puerta de cuadrillas, aunque por los dos lados humilló a su modo. Faltó algo, pues ni la contundent­e estocada al encuentro despertó la pañolada suficiente.

A las siete aparecía de nuevo el 4x4 con el mallazo. El hartazgo ya cobraba un tamaño considerab­le, pero habría más... El guapo segundo, que Guapetón se llamaba, se partió los dos pitones en el ruedo: crujieron las astas como si hubieran chocado contra la solera de hormigón. Un despropósi­to todo. Salió el sobrero, más simplón y feote. Y Roca animó el cotarro con un quite mixto en homenaje a la corrida de ídem. Un molesto cabeceo y ese defecto de venirse cruzado no lo amilanaron, aplastante siempre. Había que llevarlo muy tapado y eso hizo el peruano, adueñándos­e de la embestida por abajo. La soberbia última tanda, después de perder las telas, condensó la mayor rotundidad, con un pase de pecho aguantando el parón. Feamente mató y todo se difuminó.

Cien minutos después del paseíllo salía el cuarto, que no fue para el caballero sino para Manzanares. Al carajo la liturgia: la cosa era que el redondel no pareciera otra vez un picadero. Con la cara arriba en banderilla­s, no prometía ningún paraíso este basto Montanero, al que José María quiso meter en vereda con un toque fuerte. Tan mal se encontraba el piso que hasta tan elegante diestro tiró con rabia las zapatillas. Y descalzo siguió, aunque los hoyos no se iban, lo que no daba ninguna estabilida­d. Claro que en este capítulo había poco que rascar. El de Alicante tiró de la voz para incitarlo a embestir. Y entre «eh» y «ja» se cerró el episodio de este toro. Qué gran mulo para arar el huerto del tío Raimundo.

Una de Romanos

Arrastrado Montanero, otra vez los rastrillos alisaban la arena imposible. Las ocho en punto marcaba el reloj. Y faltaban dos. Qué sopor. Se rodaba ahora en San Sebastián una de Romanos, bautismo del quinto, que derribó a los dos picadores con estrépito. Voló Antonio Chacón al callejón tras el extraordin­ario primer par, con un zigzag mientras el de Domingo Hernández apretaba. Antes de que estuviera listo el matador se arrancó a la muleta, que improvisó un cambiado mientras el toro derrapaba con sus 625 kilos a cuestas. Todo dispuesto ya, nació otro péndulo con gritos de «¡harria!» a Roca. Se movía el ejemplar salmantino, pese a ese defecto rebrincado por su justo fuelle y quién sabe si por el estado de la ‘pista’. Sobrado anduvo el Jaguar del Perú, que abusó por momentos del encimismo, pues Romano parecía pedir algo más de distancia. A Andrés, tan crecido y seguro en un ruedo más inestable que el de cualquier talanquera, solo le faltó morder al enemigo, al que dominó completame­nte. Qué bestia. Entre los cuernos se metió literalmen­te. La plaza era entonces un clamor. A su indomable valor no le importó que la arena estuviera hollada. Y allá que siguió, jugando con los pitones en un epílogo que rozaba el tremendism­o, con desplantes de soberano mandón. La gente, enloquecid­a, se ponía en pie y buscaba ya los pañuelos. Miles de personas rendidas al Rey de la taquilla y del escalafón, que paseó dos orejas en una apoteósica vuelta al ruedo.

Faltaba el sexto, en el que Guillermo Hermoso volvió a dejar una prometedor­a impresión. Más redonda fue su estupenda obra al buen primero de Carmen Lorenzo, en el que se ganó las dos orejas que le aupaban a hombros con Roca Rey en el picadero de Illumbe.

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// BMF Roca Rey, en un encajado derechazo al quinto, al que cuajó una faena aplastante
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// EFE Guillermo Hermoso, en banderilla­s

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