La política del WhatsApp
A veces, en el interior de una sala de cine, en la fila de delante o a izquierda y derecha de la que ocupo, advierto el azulado brillo de una pantalla de móvil, puesto en silencio, pero al que su dueño consulta, bien porque ha percibido la vibración que anuncia un nuevo mensaje, bien porque quiere comprobar si, en los quince o veinte minutos transcurridos desde que se desconectó del móvil, el mundo sigue funcionando sin él.
Hasta hace unos años se trataba de jóvenes recién licenciados de la adolescencia, pero ya empiezo a advertir la incorporación a la cofradía de los adictos a personas que incluso están jubilados de jóvenes, y se encuentran en una avanzada madurez.
El Prófugo quiere aplicar la tecnología de 2018 a una idea –el nacionalismo catalán– que no adquirió algo de peso hasta 1901, con la aparición de la Lliga. El Prófugo es como esos decoradores modernos que ponen una mesa isabelina en el comedor, rodeada de unas incómodas sillas funcionales, que ganaron el premio de diseño en Ámsterdan el año pasado. El audaz decorador, quiero decir El Prófugo, pretende convertir la mitad del Parlamento catalán en un rebaño de dóciles pastorcillos, que ya saben que se va aparecer su profeta para indicarles lo que tienen que decir, hoy, y, si el sentido común es atropellado de nuevo en el noreste de España, lo que tendrán que hacer mañana, si llega a ser investido en el éter.
Lo de la investidura es el gran sueño de El Prófugo, que dice que es mejor ser presidente que presidiario, y algunos de sus pastorcillos ya han declarado que así tendrá la inmunidad. Y es cierto que tendrá inmunidad parlamentaria, la misma que el pastorcillo, legislada para que el parlamentario diga lo que quiera, libremente, cumpliendo su función, y evitar su impedimento a través de demandas y otras argucias legales. Se trata pues de una inmunidad con apellido, inmunidad política, pero eso no quiere decir que sea inmune a pillar la gripe o una grastroentiritis, derivada de la ingesta de un mejillón en malas condiciones.
Y, naturalmente, esa inmunidad no tiene efectos retroactivos, ni es un frasco de lejía que borre las cuentas que se tengan pendientes con la Ley por delitos cometidos con anterioridad a su elección. Eso ya no sería inmunidad, sino impunidad. De la misma manera que es muy diferente ser presidente a ser presidiario –por cierto, no es incompatible– no es lo mismo ser inmune que impune, como tampoco se asemejan decretar y excretar, aunque algunos decretos del pasado, ya se da demostrado que fueron excretos.
Si la locura persiste, dentro de poco es probable que el dueño de la consulta al móvil, en medio de la película o de la interpretación de la obra, resulte ser un pastorcillo, esclavo tecnológico al servicio de una idea decimonónica, dentro de la nueva política del WhatsApp.