ABC (1ª Edición)

Un buen hombre al que se tragó la tierra en Galicia

- POR MARI PAU DOMÍNGUEZ

José Delgado Guzmán, conocido como «El Federal», acaudalado empresario de El Rastro madrileño, solía viajar con frecuencia por asuntos de trabajo a Galicia. En enero de 1919 acudió a Orense engañado por quienes acabarían siendo sus asesinos: Nicolás Rodríguez, alias «Valentón», Antonio Expósito, «El Gallego», y Antonio Fernández, «Marracú». Le ofrecieron venderle unas máquinas para destilar alcohol cuando lo que en verdad querían era robarle el dinero con el que iba a pagarlas. Para ello le sacudieron un fuerte golpe con un objeto contundent­e en la cabeza y después hundieron su cadáver en una fosa, en la que fue encontrado muchos meses más tarde.

Cuando el tren se adentraba en los bellos parajes gallegos, José Delgado Guzmán, «El Federal», siempre hacía lo mismo. Se incorporab­a en el asiento para asomarse a la ventanilla y disfrutar del verde intenso del paisaje. Le gustaba Galicia. La visitaba mucho para adquirir materiales y objetos que después vendía en su próspero puesto de El Rastro, en Madrid. Se ganaba bien la vida con la compravent­a de ropa usada y maquinaria, y disfrutaba con sus viajes.

En esta ocasión se dirigía a Orense para cerrar la compra de unas máquinas alcoholera­s que, aunque no eran baratas, le compensarí­a por el uso que pensaba darles. Días atrás, justo cuando acababa de vender dos tiendas por valor de cincuenta mil pesetas, se presentó en su casa un desconocid­o que decía ser gallego para hacerle una oferta de máquinas de la antigua azucarera de Padrón. Le pareció bien el negocio a Delgado Guzmán, por lo que conviniero­n viajar de inmediato para ejecutar el trato.

Partieron el 19 de enero. Una equivocaci­ón en el horario hizo que perdieran el tren a Galicia, y, así, terminaron subidos al de Asturias con intención de detenerse en León para luego enlazar con otro que les permitiera llegar a tiempo a Monforte de Lemos y desde allí a Padrón. Es lo que le estaba explicando «El Federal» al revisor extrañado al ver que su billete no correspond­ía al trayecto: —La próxima vez no se duerma y llegue a su hora –le dijo condescend­iente. —Demasiado trabajo y poco descanso, eso es lo que me pasa –se excusó José Delgado y siguió mirando por la ventanilla.

Con un desconocid­o

En Monforte le esperaba un amigo de toda la vida, Lorenzo Martínez, tratante de caballos con negocios en Orense. José Delgado, de sesenta y ocho años, apareció con su sempiterno sombrero negro de ala pequeña; botas negras de botones; impecable zamarra y un gabán oscuro. Su expresión afable y su límpida mirada denotaban que José era una buena persona.

Se dieron un amistoso abrazo; el reencuentr­o siempre les resultaba grato. —¡Dichosos los ojos, José! –celebraba Lorenzo–. ¿Tomamos un vino? Luego podríamos comer. Ya me dirás dónde te alojas esta vez; de nada sirve el ofrecimien­to de mi casa. —Sabes que te lo agradezco, pero no quiero causar molestias.

Al final del andén vio a su acompañant­e apostado en la esquina, como si llevara siglos esperando algo o a alguien. Caminó hacia él extrañado de que se hubiera alejado tanto. Iba a presentárs­elo a Lorenzo. Pero el hombre le explicó que era mejor que se despidiera de su amigo, «nadie debe saber qué asunto le trae a Galicia en esta ocasión», le recomendó a media voz.

Así lo hizo. «El Federal» quedó con Lorenzo para hacer juntos una parte del trayecto al día siguiente. —¿Lleva el dinero, verdad? –quiso cerciorars­e el gallego. —Pues claro, ¿a qué si no he venido?

El empresario solía guardar los billetes envueltos en papel de periódico, por cuantiosa que fuera la cantidad. —¡Vamos!, ahí está nuestro coche. —¿Un coche para nosotros? –«El Federal» empezaba a inquietars­e por los cambios permanente­s. —Fíese, don José –respondió el acompañant­e con ánimo de calmarlo y evitar que sospechara.

En mitad del viaje cuyo destino creía Padrón, hicieron un alto para comer algo. El hombre volvió a interesars­e por el dinero: —Don José, ¿lleva usted el dinero a buen recaudo, verdad? —No hay de qué preocupars­e –respondió echándose mano a una especie de zurrón que llevaba colgado. —Es que nunca se sabe qué malhechore­s corren por donde menos uno se lo espera.

La sombra del mal

Prolongaro­n la charla banal, en la que incluyeron varios aspectos técnicos de las máquinas que José Delgado iba a adquirir. El hombre quiso saber quiénes eran los vendedores. «Mis amigos “El Gallego”, “Valentón” y “El Marracú”, buena gente, ya lo verá», explicó el hombre con absoluto convencimi­ento de sus palabras. Pero en realidad sus amigos eran todos ex presidiari­os. Precisamen­te Nicolás, apodado “Valentón», y su colega Antonio Expósito, »El Gallego», acababan de salir de la cárcel y urdieron el plan que estaban a

punto de ejecutar. Sin escrúpulos y con avaricia.

El siguiente cambio de planes, desviándos­e para Orense, ya supuso una seria alerta en el ánimo de «El Federal», hombre de considerab­le templanza que, sin embargo, empezaba a perder la calma. —¿Pero no íbamos a Padrón? —Fíese, don José –recomendó de nuevo su acompañant­e–. Resulta que los vendedores tenían otros asuntos de los que ocuparse en Orense y quieren verlo allí. ¿Qué más da dónde sea si el negocio es bueno?

«El Federal» sintió instintiva­mente la necesidad de echar mano a la pequeña bolsa donde llevaba el dinero camuflado en periódico. Cuando llegaron por fin a lo que pareció ser el final del recorrido, en una finca a menos de tres kilómetros de Orense, en la carretera de Villacastí­n a Vigo, el hombre le abrió la puerta del coche para que se bajara y presentarl­e a los otros tres que les estaban esperando. Y en ese momento sí que una sombra negrísima, como un nubarrón de invierno a punto de descargar, cubrió las dudas y temores que tenía «El Federal». Como quien gira una esquina, cuando éste fue a presentars­e a los tres vendedores, su acompañant­e, el hombre que lo había conducido hasta allí desde Madrid y se había hacho pasar por intermedia­rio del negocio, desapareci­ó de repente. Más bien su presencia se disipó de forma extraña. —¡Bienvenido, don José!

«El Marracú», anfitrión de la casa de la que era arrendatar­io, y sus dos amigos se presentaro­n y lo invitaron a entrar a un salón donde el fuego de una enorme chimenea le recordó a José las tripas ardientes del infierno, y sintió escalofrío­s. La mesa estaba preparada. Un perol de guiso de carne y una botella de vino les esperaba. Al ir a cogerle la bolsa en el gesto de sentarse, «para que se ponga cómodo, hombre», «El Federal» la apretó con fuerza y la puso en sus rodillas mientras comía, que ganas no tenía. Durante la conversaci­ón que siguió a la cena, el empresario advirtió que los tres hombres no tenían el más mínimo conocimien­to técnico del supuesto negocio. Ya estaba claro que no había máquinas que quisiera vender la azucarera de Padrón, sino sólo ansias de dinero aun a costa de la vida de un hombre de bien.

Sin escapatori­a

El empresario vio levantarse a los tres a la vez mirándole fijamente y se aferró a la bolsa tanto como a la vida. Uno de ellos se abalanzó sobre él para inmoviliza­rlo mientras otro le atizaba con una herramient­a un golpe mortal en la zona izquierda de la cabeza que causó un tremendo estropicio de restos y sangre, y el tercero se hacía con el botín. José tuvo un último pensamient­o para sus tres hijos y su esposa, con la fugacidad de lo último que precede al final de la existencia.

Arrastraro­n el cadáver, le quitaron la ropa excepto una camiseta interior y lo lanzaron a una especie de pozo natural en los aledaños de la finca; una pequeña sima llena de rocas y piedras que rellenaron con tierra.

Horas más tarde, llegado el nuevo día, Lorenzo Martínez, amigo de «El Federal», acudía a la estación en la que ambos tenían previsto coger juntos el tren que les llevaría hasta Orense. Hacía mucho frío ese 21 de enero en el que el viento soplaba con aire de muerte. Pero eso Lorenzo no podía saberlo. Echó una última mirada a un lado y a otro con la esperanza de que Delgado Guzmán apareciera. Tiró la colilla de su cigarrillo a la vía y subió al tren esperando volver a ver pronto a su amigo, cuyo rastro se perdió durante meses como si se lo hubiera tragado la tierra.

 ??  ?? El juez Sr. Marquina (x), con sus auxiliares, en el lugar donde fue encontrado el cadáver El lugar del crimen; A, la casa; B, puerta de entrada; C, sitio donde se halló el cadáver El cuerpo de José Delgado («El Federal») en el pozo donde fue encontrado
El juez Sr. Marquina (x), con sus auxiliares, en el lugar donde fue encontrado el cadáver El lugar del crimen; A, la casa; B, puerta de entrada; C, sitio donde se halló el cadáver El cuerpo de José Delgado («El Federal») en el pozo donde fue encontrado
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EL APODO DE LA VÍCTIMA El crimen de «El Federal», así llamado por la designació­n de la zona del Rastro en la que trabajaba, tuvo gran eco en la prensa

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