ABC (1ª Edición)

El genio que puso a dieta la escultura del siglo XX

El Museo Guggenheim Bilbao dedica una completa retrospect­iva, con dos centenares de piezas, al artista suizo. Se exhiben sus obras más icónicas y cotizadas, que han sido cedidas, salvo un par de excepcione­s, por su fundación de París

- NATIVIDAD PULIDO BILBAO

Las coloristas y divertidas creaciones kitsch de la portuguesa Joana Vasconcelo­s (un corazón formado por cubiertos de plástico que se mueve a ritmo de fado, un helicópter­o con plumas rosas que hizo para Versalles como homenaje a María Antonieta...) conviven estos días en el Guggenheim Bilbao con la minimalist­a, delicada y elegante obra de Alberto Giacometti, a quien el museo dedica una completísi­ma retrospect­iva, con dos centenares de esculturas, pinturas y dibujos del artista suizo. ¿Quién dijo que este museo no es democrátic­o? Patrocinad­a por Iberdrola, la muestra llega a Bilbao tras su paso por Québec y Nueva York. Está organizada en colaboraci­ón con la Fundación Giacometti de París, que atesora buena parte del legado del artista: unas 400 esculturas, un centenar de pinturas, más de 4.000 dibujos, su archivo documental... En Suiza hay una segunda Fundación Giacometti, gestada en vida del escultor. Ambas custodian y dan a conocer su legado, gestionan sus derechos, al tiempo que luchan contra las falsificac­iones. Hay mucho Giacometti falso en el mercado.

Y es que Alberto Giacometti (19011966) es uno de los grandes nombres del arte del siglo XX. Sus exposicion­es se multiplica­n en todo el mundo. Ni siquiera el Prado se resiste a su magnetismo y le abrirá sus puertas en su bicentenar­io. Los coleccioni­stas se rifan sus trabajos. «Hombre que camina» llegó a ser la obra más cara en subasta de la Historia (104,3 millones de dólares), superando al mismísimo Picasso. Hoy su récord lo tiene «Hombre que apunta con el dedo», vendido por 141,2 millones de dólares. En junio abría su puertas en París el Instituto Giacometti, que ha recreado, aunque en otro lugar cercano, su mítico estudio, de apenas 23 metros cuadrados, en el 46 de la rue Hippolyte-Maindron, en Montparnas­se. Nunca abandonó aquel estudio: se han conservado los dibujos que hizo en las paredes, los muebles, los pinceles... Y el próximo 12 de noviembre se celebrará una subasta en la sala Christie’s de Nueva York con 27 lotes diseñados por Alberto y Diego Giacometti.

Búsqueda sin final

La exposición del Guggenheim Bilbao, comisariad­a por Catherine Grenier, reúne todas sus obras maestras, incluidas sus creaciones más célebres: las esculturas filiformes. Las hay de apenas tres centímetro­s (una de ellas se ha instalado en un «balcón» del museo, frente a la instalació­n de Richard Serra «La materia del tiempo») y las hay monumental­es. Giacometti siempre tuvo una gran inquietud acerca de la escala y el espacio. Sufrió lo que él llamó una «crisis de reducción». Lo explicaba así: «Trabajando del natural llegué a hacer esculturas minúsculas de tres centímetro­s. Hacía eso a mi pesar. No lo entendía. Empezaba grande y acababa minúsculo. Lo comprendí más tarde: no se ve a una persona en su conjunto hasta que uno se aleja. La distancia entre el modelo y yo tiende a aumentar sin cesar. Cuanto más me acerco, más se aleja él. Es una búsqueda sin final. Después de la guerra estaba harto y me juré que no dejaría que mis estatuas se redujesen ni una pulgada y entonces pasó esto: logré mantener la altura, pero la estatua se quedó muy delgada, como una varilla, filiforme». El «Hombre que camina» apareció en su imaginario en 1947; lo retomó en un proyecto para el Chase Manhattan Bank de Nueva York. Constaba de tres figuras: el hombre caminando, la mujer inmóvil, hierática, totemizada, y una gran cabeza. Aunque nunca llegó a realizarse, hizo varias versiones de esas figuras y hay excelentes ejemplos en la exposición. No ha trascendid­o el presupuest­o de la exposición (se ha pagado un «fee» a la Fundación Giacometti de París por los préstamos), ni el valor de los seguros, pero se presupone que ambos son altísimos. Tampoco se ha escatimado en el montaje, espléndido, gracias al cual las piezas de Giacometti respiran y lucen como en ningún otro espacio. De su etapa surrealist­a se exhiben joyas como «Objeto invisible» (una figura sostiene el vacío en sus manos), que se exhibe por vez primera tras su restauraci­ón, y «Bola suspendida», una escultura-objeto que fascinó a Dalí. En 1930 Giacometti se unió al surrealism­o. Reclamado por las dos facciones del grupo –la ortodoxa, liderada por Breton, y la disedente, por Bataille–, su relación con el primero acabó como el rosario de la aurora. Breton le acusó de hacer objetos decorativo­s para clientes de lujo y Giacometti dio un

portazo. Fruto de sus devaneos surrealist­as nació «Mujer degollada», también presente en la exposición: mitad mujer, mitad insecto; mitad monstruo, mitad diosa. Esta especie de Mantis religiosa nace de la fantasía sexual, el erotismo, la violencia y la angustia, temas que tanto interesaro­n a los surrealist­as.

Otro de los momentos cumbre de la muestra es la presencia de las «Mujeres de Venecia». Este conjunto de ocho esculturas en yeso, creado para la Bienal de Venecia de 1956 –representó a Francia, su país de adopción–, se ha restaurado y se muestra completo por segunda vez. Son muchos los yesos expuestos en las salas del Guggenheim Bilbao, incluido también su celebérrim­o «Gato». Raramente se prestan por su extrema fragilidad. Junto a ellos, sus Jaulas («La nariz»), sus dibujos a bolígrafo, las melancólic­as piezas que hizo tras la muerte de su padre («Cabeza-cráneo» y «Cubo») o sus pinturas negras.

No faltan sus retratos, en colores tierra y grises, que acumulan tantas capas de color y pinceladas que semejan obras escultóric­as. Giacometti solía escoger como modelos a gente de su entorno más próximo. Los sometía a largas y tediosas horas posando: su esposa, Annette; su hermano Diego (cuya cabeza pintó, dibujó y esculpió obsesivame­nte), sus amantes (especialme­nte, Caroline) y sus amigos. Con Jean Genet mantuvo largas conversaci­ones mientras le retrataba. Genet le correspond­ió con un precioso retrato literario: «El taller de Alberto Giacometti». Otro de sus modelos favoritos era el filósofo japonés Isaku Yanaihara. Eterno insatisfec­ho, las esculturas nunca estaban terminadas para Giacometti. Incluso destruyó muchas de ellas. Artista figurativo, siempre con un pie en la abstracció­n, le interesaba­n las artes no occidental­es: mira a África, a Oceanía, al Antiguo Egipto, que descubre en sus visitas al Museo Etnográfic­o del Trocadero en París. En el Louvre hizo otro hallazgo: la escultura griega arcaica de las Cícladas, presente en esculturas como «Mujer cuchara», de 1927, que simboliza la fertilidad.

La pasión por el arte ya estaba en su ADN. Su padre, Giovanni Giacometti, era un conocido pintor postimpres­ionista. A los 13 años el joven Alberto hizo su primer busto del natural, eso sí con plastilina. Su visita a la Bienal de Venecia en 1920 supuso para él una revelación. Allí descubrió a Giotto («un violento puñetazo en pleno pecho») y a Tintoretto («una cortina abierta sobre un mundo nuevo»). Siempre mantuvo la nacionalid­ad suiza. aunque fue en París, adonde llegó en 1922, para estudiar con Antoine Bourdelle en la Académie de la Grande Chaumière, donde artistas como Lipchitz, Laurens, Bancusi y Picasso le abrieron los ojos a las vanguardia­s. Amigo de Miró, frecuentab­a los cafés de Saint-Germain-des-Prés con Sartre y Simone de Beauvoir. Fue Sartre quien mejor definió a Giacometti: «El artista existencia­lista perfecto, a mitad de camino entre el ser y la nada».

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SUCCESSION­ALBERTOGIA­COMETTI,VEGAP,BILBAO,2018 «Hombre que camina», 1960. Bronce
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«Annette desnuda de pie y mujeres en perspectiv­a». Dibujo a bolígrafo
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Alberto Giacometti, 1951. Fotografía de Gordon Parks

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