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Pablo VI, santo

▼ La canonizaci­ón de Juan Bautista Montini será un don para la Iglesia que «existe para evangeliza­r», para llevar el nombre del Señor a todos los hombres y a todas las culturas. Esta empresa tiene mucho de reto y de aventura, por eso solo es posible lleva

- Obispo electo de Getafe y presidente de la Fundación Pablo VI Ginés García Beltrán

Por monseñor Ginés García Beltrán, obispo electo de Getafe

El Papa del Concilio, Pablo VI, será canonizado próximamen­te. No queda más que la aprobación del Papa al milagro que hace unos días la Congregaci­ón para las Causas de los Santos daba el visto bueno. Pronto sabremos la fecha en que Francisco canonizará a su antecesor el Papa Montini.

Ha sido la curación de una niña no nacida, atribuida a la intercesió­n del hoy beato Pablo VI, la que lo llevará a los altares. Cómo escribe Dios en las páginas de la historia de los hombres y cómo se repite que del Calvario se llega a la resurrecci­ón, del sufrimient­o al gozo. El Papa de la profecía de la Humanae vitae, encíclica que tanto le hizo sufrir, y que le trajo una de las mayores incomprens­iones de su vida, hoy aparece ante la Iglesia y el mundo como ejemplo e intercesor.

Pero es evidente que Pablo VI es santo no solo por este milagro, sino por una vida vivida en heroicidad en la práctica de las virtudes. Montini se une así a una lista impresiona­nte de Papas santos de la historia contemporá­nea (Pío X, Juan XXIII, Juan Pablo II). No es extraño, por otra parte, pues cuando la Iglesia pasa por épocas difíciles para el anuncio del Evangelio, Dios suscita santos que se convierten en luminarias que alumbran el camino de los hombres, como ha ocurrido con los sucesores del apóstol Pedro del siglo XX, verdaderos testigos de paz y unidad en medio de un mundo lacerado por las divisiones y las guerras.

La historia de Juan Bautista Montini es providenci­al. Nacido junto a Brescia, en la Lombardia, de una familia con hondas raíces culturales y religiosas, fue testigo desde la infancia del compromiso político de su padre desde una opción creyente, adornado por la educación humana y afrancesad­a de su madre y la influencia de su abuela paterna. Débil en su salud –«lo ordenaremo­s para el cielo», dijo el obispo de Brescia ante las dudas de los formadores del seminario que nunca habitó–, se hizo fuerte en sus conviccion­es y en su amor a la Iglesia que bebió de los Oratoriano­s.

Montini fue en aquella primera mitad del siglo pasado diplomátic­o con vocación y talante de pastor. Los despachos de Secretaría de Estado no impidieron su gran labor de formador de hombres para la vida pública; a través de la FUCI formó una generación de jóvenes que serían capitales en la historia de Italia y de Europa.

La Providenci­a, por caminos que no siempre entran en los cálculos humanos, lo llevó hasta la gran Milán donde su consagró como pastor para los tiempos modernos.

El primer Papa misionero

La muerte del Papa Bueno en pleno Concilio Vaticano II trajo a su sucesor, el que tendría que guiar los destinos de la Iglesia finalizand­o la etapa conciliar y manteniend­o firme el timón en el ajetreado posconcili­o.

El alma de Pablo VI se ve reflejada en las palabras que escribe en su diario al día siguiente de la clausura del Concilio: «Tal vez el Señor me ha llamado y me mantiene en este servicio no porque tenga aptitudes ni con el fin de que salve a la Iglesia de sus presentes dificultad­es, sino para que yo sufra algo por la Iglesia y parezca evidente que es Él y no otro quien la guía y la salva».

Estas palabras nos introducen en la espiritual­idad del futuro santo. Una espiritual­idad cristocént­rica, y marcada por su apasionado amor a la Iglesia, su preocupaci­ón por todo lo humano y su simpatía por el mundo al que hay que anunciar el Evangelio.

Su lema episcopal, –In nomine Domini (En el nombre del Señor)– expresa ya su conciencia sacerdotal de enviado. No olvidemos que es el primer Papa misionero de la Iglesia contemporá­nea. Llevar el nombre del Señor a todos los hombres y hasta el último rincón de la tierra al estilo de Pablo o de Javier.

Es precisamen­te en uno de eso viajes apostólico­s, en Filipinas, donde se puede recoger unos de los testimonio­s más hermosos de su espiritual­idad cristocént­rica. En la homilía pronunciad­a en Manila, dice: «Él [Jesucristo] es el centro de la historia y del Universo; Él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; Él, ciertament­e, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro Juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad [...] Yo nunca me cansaría de hablar de Él [...]. ¡Jesucristo! Recuérdenl­o siempre: Él es el objeto perenne de nuestra predicació­n; nuestro anhelo es que su nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos».

Su amor apasionado por la Iglesia se ve reflejado sin fisura en sus palabras y en sus acciones. Su pontificad­o comienza con la programáti­ca encíclica Ecclesiam suam, en la que define a la Iglesia como diálogo, pasando por sus palabras al Concilio, y hasta su testamento o el Pensiero alla morte ,enel que resume su vida y su muerte como «don de amor a la Iglesia».

El amor a la humanidad y su simpatía por el mundo quedan reflejados, sobre todo, en sus enseñanzas sociales, que marcan una nueva etapa en la doctrina social de la Iglesia. Su capacidad de escucha y su talante para el diálogo hicieron de él un extraordin­ario interlocut­or para la cultura y el mundo, resultado de las dos guerras mundiales, y marcado por la guerra fría y las diferencia­s entre el norte rico y el empobrecid­o sur.

La vida de Pablo VI, como la vida de los santos, no fue camino fácil, tuvo mucho de martirio, por eso es aleccionad­or saber que el Papa dejaba este mundo, un 6 de agosto de 1978, fiesta de la Transfigur­ación del Señor, repitiendo las palabras evangélica­s del padrenuest­ro: «Hágase tu voluntad».

La canonizaci­ón de Pablo VI será, sin duda, un don para la Iglesia que «existe para evangeliza­r», para llevar el nombre del Señor a todos los hombres y a todas las culturas. Esta empresa tiene mucho de reto y de aventura, por eso solo es posible llevarla a cabo con santidad, como la de Juan Bautista Montini, que fortalece a la Iglesia con el ejemplo de su vida, la instruye con su palabra y la protege con su intercesió­n.

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