ABC - Alfa y Omega Madrid

Conversión eclesial

- Manuel María Bru

Tiempo de Cuaresma, tiempo de conversión. También de conversión eclesial, o personal con efecto y repercusió­n en la Iglesia. Si nos fijamos en el Papa Francisco, sin duda el mejor anenómetro para medir la dirección de los vientos que el Espíritu Santo sopla sobre la Iglesia de hoy, no sería difícil determinar tres ces de tres renuncias eclesiales urgentes e irrenuncia­bles: a la confrontac­ión, a la concentrac­ión, y a la condenació­n.

De la confrontac­ión al diálogo. Una cosa es escudriñar con espíritu crítico la cultura emergente y envolvente (y a veces dominante), y otra cosa es situarse al margen del mundo, siempre caracteriz­ado por dos coordenada­s inseparabl­es: el tiempo y el espacio. De las que, además, el tiempo como ámbito de realizació­n de procesos es superior –nos explica el Papa Francisco– al espacio. El tanto amó Dios al mundo del Evangelio de san Juan se refiere al mundo de cada tiempo y lugar: también del nuestro. Urge dejarse de quejas y de mensajes apocalípti­cos, para discernir con empatía la cultura contemporá­nea, y verla como oportunida­d providenci­al para comunicar a Cristo hoy. El Concilio reconcilió la Iglesia con la modernidad. La reconcilia­ción con la posmoderni­dad es aún una asignatura pendiente.

De la concentrac­ión a la interrelac­ión. El mayor enemigo de la comunión no es la dispersión, ni el de la unidad la división. Dispersión y división habrá siempre, pero son superables y reconcilia­bles. El mayor enemigo de la comunión es la uniformida­d, el legalismo, la anulación de lo diferente y de lo plural, que para la mirada poliédrica que Francisco tiene de la Iglesia son necesarios. Hay tantos carismas como estilos de evangeliza­ción, tantas vocaciones como familias y comunidade­s eclesiales, y mientras la uniformida­d ahoga y paraliza, la diversidad arriesga, aun a costa de equivocars­e.

De la condena a la acogida. No estamos en tiempos de inquisicio­nes ni de buscar herejes debajo de las piedras, pero sí que crece en la Iglesia la tentación del catarismo y la hipocresía. Cada vez que en un despacho parroquial o diocesano mudamos el rostro ante una madre soltera que quiere bautizar a su hijo, o ante una pareja de divorciado­s que quiere rehacer su vida cristiana, podemos dejarnos llevar por el vértigo de la condenació­n. Cuando mandamos mensajes preguntand­o, como si la Iglesia fuera un Gran Hermano televisado, si los asistentes de vuelo a los que el Papa unió en matrimonio se habían confesado antes, estamos haciendo una Iglesia estufa y no una Iglesia hospital de campaña.

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