Fe y vida 21
dirigido un mensaje al pueblo de Dios con motivo de este tiempo santo de preparación a la Pascua. En él, Su Santidad nos ha invitado a avivar la caridad en nuestras vidas. A menudo, si somos sinceros, hemos de confesar que la llama del amor es mortecina en nuestros corazones. Amar a Dios y a los hermanos es un ejercicio que practicamos poco. Esto puede y debe cambiar. Para ello, el Santo Padre nos alienta a dejar los meros y vagos propósitos para llevar una vida colmada de caridad. Y para encender el fuego del amor, que es el único que puede apagar el frío glacial del pecado, el Sucesor de san Pedro nos propone intensificar la plegaria, agrandar la generosidad y ayunar.
El ayuno, aunque muchos lo piensen, no es una práctica caduca. Por el contrario, es una oportunidad para crecer, para hacer nuestro el dolor y la aflicción de los que carecen de lo más básico para subsistir. Mientras nosotros vivimos en un mundo de abundancia, hay muchos hermanos nuestros que no tienen el pan cotidiano, que no conocen lo que es ducharse diariamente o tener una casa limpia y aseada. Y esto porque no tienen un mínimo acceso al agua. Ayunar nos permite experimentar lo que sienten aquellos que no poseen lo indispensable y conocen el aguijón del hambre y la sed; ayunar nos arranca del sopor de nuestro egoísmo y nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo.
En esta Cuaresma practiquemos el ayuno y hagámoslo no por cuestiones estilísticas, por razones estéticas, sino por pura y simple ética. Hemos de ayunar buscando compartir, socorrer a los menesterosos, a cuantos tienen sus vidas amenazadas por sequías implacables y persistentes. ¿Hemos pensado en ayudarlos? ¿Qué podríamos hacer?
En primer lugar, contribuir con nuestra generosidad a proyectos hídricos en países pobres que lo necesitan, países que pertenecen a esa geografía mundial del dolor y la miseria, tantas veces olvidada o incluso desconocida. Qué hermoso sería cooperar con nuestros donativos a abrir pozos de agua potable en regiones desérticas. En este sentido, conocemos la maravillosa labor que están llevando a cabo instituciones tan significativas como Manos Unidas, Cáritas y otras tantas entidades nacidas de congregaciones religiosas, de parroquias u otros organismos eclesiales. Pero también en el ámbito civil hay relevantes ONG de cualificada reputación que están financiando programas para acabar con la deforestación, mejorar la higiene y el saneamiento en lugares que lo requieren o canalizar el agua hasta zonas áridas. Podríamos ofrecer nuestras aportaciones para colaborar con el desarrollo de los países más desfavorecidos y como muestra de nuestra solidaridad con los postergados de la tierra.
Hacia una cultura del cuidado
Pero estas iniciativas no son óbice para algo que es también esencial. Se trata de aprovechar la Cuaresma para meditar sobre el uso que nosotros mismos hacemos del agua. Su escasez debe interpelar nuestras propias vidas, nuestros hábitos a la hora de ducharnos, de cepillarnos los dientes, de cocinar. Pensemos en el agua que derrochamos cuando lavamos el coche, regamos el jardín, bañamos a nuestras mascotas, etcétera. No es lo mismo hacer estas tareas con esmero y cuidadosamente que de forma irresponsable. No es lo mismo limpiar la acera con una manguera que utilizando una escoba. No es lo mismo poner una lavadora con poca ropa que con un número mayor de prendas. ¿Dejamos correr inútilmente el agua mientras lavamos los platos? ¿Hacemos un uso adecuado del lavavajillas? ¿Hemos tenido en cuenta lo que se despilfarra de agua por no revisar a tiempo las cañerías, por no haber reparado un grifo que gotea continuamente? Las fugas de agua ocultas son una fuente silenciosa y nociva de desperdicio de este líquido preciado.
Aprovechemos esta Cuaresma para ponderar nuestra relación con el agua. ¿Cómo nos comportamos al respecto? ¿Somos unos derrochadores? ¿Cuál es nuestro estilo de vida? En el tema acuciante del agua, se trata de pasar del despilfarro a un consumo justo y adecuado. Busquemos ahorrarla, usarla pensando en los demás.
Es prioritario también educar a las próximas generaciones sobre la gravedad de una realidad tan grave como la escasez de agua. ¿Lo estamos haciendo con nuestros hijos, con nuestros nietos? La formación de la conciencia es un cometido arduo, que requiere lucidez, que precisa convicción y entrega, altruismo y magnanimidad.
Cuaresma puede y debe significar en nosotros un giro copernicano, un cambio en nuestra conducta. Se trata de pasar de la cultura del consumismo insaciable y del individualismo caprichoso a una cultura del cuidado, de la que habla el Papa Francisco en su encíclica Laudato si. En este sentido, sumemos esfuerzos, porque juntos llegamos más lejos. En el cuidado de la tierra nadie sobra. Todas las iniciativas son precisas, las de científicos y empresarios, las de gobernantes y políticos, las de jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, agricultores y estudiantes. Es imperioso agrupar nuestras voces para defender una causa tan realmente noble como la de velar por nuestro planeta, y a ello sin duda contribuye un uso esmerado del agua. Así lograremos que a nadie le falte tan preciado elemento, lograremos arrancar del sufrimiento a cuantos lo experimentan por agudas sequías.
Cuaresma, tiempo para amar y para que este amor promueva el que otras personas puedan vivir. Con nuestro compromiso de no derrochar agua, llevando a cabo con gestos modestos y pertinentes, estaremos procurando que nuestra casa común sea más solidaria y habitable, más cuidada. De esta forma nadie quedará preterido y todos gozaremos de los bienes necesarios para vivir y crecer en dignidad.