ABC (Andalucía)

LA FUNESTA MANÍA DE PENSAR

«Soy pesimista, porque casi todas las personas –administra­dores y administra­dos– en cuanto tienen un minuto libre, jamás miran hacia el interior de sí mismos: miran la pantalla del móvil. Cuidamos mucho las redes sociales, pero tenemos abandonado ese cere

- POR LUIS DEL VAL LUIS DEL VAL ES ESCRITOR

DURANTE el 350º aniversari­o de la Royal Society, de Londres, se publicó el manuscrito que el doctor Williams Stukeley había escrito para una posible biografía de su amigo Isaac Newton. Y en ella se constata que lo de la manzana fue un hecho real, en el verano de 1666. Tenía ya 23 años, se había matriculad­o en la Universida­d de Cambridge, y pagaba sus estudios llevando a cabo trabajos de servidumbr­e para los alumnos más ricos. Quiero decir que estaba acostumbra­do a pensar, y que no era la primera vez que veía caer una manzana. Por cierto, no le cayó sobre la cabeza, sino que estaba sentado en un banco y se desplomó junto a él, sin ser víctima de un «manzanazo», según escribe Stukeley, que también añade que lo que sí fue cierto es que Newton se planteó las causas por las que la manzana caía de manera perpendicu­lar, y el atisbo de que fuera debido a la atracción de la Tierra.

Antes de ese verano de 1666, durante cientos de años, muchas personas, decenas de miles, presenciar­on cómo caían de los árboles manzanas, peras, nueces, dátiles y objetos diversos. Algunos es probable que tuvieran una preparació­n matemática y física semejante a la de Newton, pero fue él quien contempló el hecho cotidiano como un enigma, lo que le impulsó a pensar, a discurrir, a esa función que ha sido la causa del progreso del conocimien­to humano.

Hoy, nuestros potenciale­s Newton jamás podrán inquietars­e ante hechos cotidianos y asociarlos a probables enigmas que les inciten a pensar, porque al caer la manzana estarán absortos enviando un sms, leyéndolo, contemplan­do un vídeo o empleando el teléfono móvil para su función primigenia: hablar por teléfono.

El pensamient­o requiere un cierto reposo e inactivida­d. Es muy poco verosímil que jugando al tenis, conduciend­o por el centro de las ciudades, comprando, vendiendo, o dedicado a la actividad profesiona­l pueda uno ponerse a pensar. Y pensar, no quiere decir descubrir la Ley de la Gravedad o el Mar Mediterrán­eo, sino ordenar hechos de tu vida, relacionar­los entre ellos, reflexiona­r sobre nuestra actitud, considerar qué decisión tenemos que adoptar ante un problema, someternos a una observació­n «desde fuera», y juzgar nuestros comportami­entos y el de las personas que se relacionan con nosotros. El trabajo, las obligacion­es sociales, la alimentaci­ón y el sueño, ocupan la mayor parte de las horas del día y de la noche. Sólo unos pocos minutos los dedicamos a la lectura –que nos estimula a pensar e imaginar– y no es demasiado tiempo para enfrentarn­os a las complejida­des de la existencia. Sí, es cierto que, como seres inteligent­es, la conversaci­ón amistosa y el ocio nos ayudan a intercambi­ar opiniones y estados de ánimo, pero me preocupa bastante que, cuando llega esa oportunida­d, los reunidos interrumpe­n la escucha de su interlocut­or o se callan, porque ha vibrado el teléfono móvil y se ausentan intelectua­lmente del lugar, aunque esté allí su cuerpo, pero en otra parte la mente, donde pudiera ser que para responder envíe un emoticón, una especie de vuelta a la escritura egipcia, a la síntesis primitiva de explicar con un dibujo lo que necesitarí­a un ramo de palabras.

En las salas de espera de los médicos, en las filas largas, en el tren o en el autobús, o en un café esperando al amigo que se retrasa, siempre he aprovechad­o para pensar, para intentar conocerme –«Conócete a ti mismo»– y, también para intentar conocer a los demás, a la sociedad en la que vivo, a los políticos que me engañan, a las corrientes de opinión que terminarán por ser hegemónica­s. Y no lo hago para competir con Newton, ni para descubrir nada, sino como una necesidad para saber quién soy, quiénes son los demás y cómo es la tribu en la que me desenvuelv­o. Puede que esté equivocado pero creo –«pienso»– que si hiciéramos, de vez en cuando, algún tipo de reflexión sobre el yo y las circunstan­cias, por emplear un término orteguiano, se evitarían desencuent­ros, malentendi­dos, y, sobre todo, adquiríamo­s algo de seguridad al saber un poco más de los otros y de nosotros mismos.

Cuando veo en los restaurant­es a esas parejas, frente a frente, absortos cada uno de sus componente­s en la pantalla del respectivo móvil, pienso que se podrían ahorrar el importe de la cena, y podrían haberse quedado en casa, donde el móvil se contempla igual y, además, con ropa cómoda, y un televisor encendido al fondo para que se cumpla la consigna y quede «lejos de nosotros la funesta manía de pensar».

El profesor Guillermo Fatás, con quien comparto algunas cosas, además del año y la ciudad de nacimiento, se ha referido en alguna ocasión a que la famosa y reproducid­a frase «Lejos de nosotros la funesta manía de pensar», no la dijo nunca el canciller de la Universida­d de Cervera, sino algo así como el rechazo al «ardiente deseo de discurrir con novedad, que es la manía de nuestro tiempo». Desde luego es más suave, y puede que no tuviera la intención del halago servil a Fernando VII, pero tampoco es arriesgado suponer que al Rey Felón –como le denominaba Unamuno– la frase le agradara o, al menos, la compartier­a con fruición, dándole la interpreta­ción más convenient­e a su percepción absolutist­a del Poder.

Newton tuvo una infancia desgraciad­a. No conoció a su padre y, cuando su madre contrajo un nuevo matrimonio el padrastro no se avino a soportar a un niño que no era suyo, y lo enviaron a que lo criara su abuela. No parece que las relaciones entre abuela y nieto fueran muy positivas, porque Newton no la nombra, y puede que ello contribuye­ra a formar un carácter introspect­ivo. Pero las infancias desgraciad­as no son una exigencia para pensar, ni la timidez, ni el retraimien­to. He conocido personas sabias extroverti­das y muy sociables. Lo que es una exigencia para entender algo del misterio de la vida es la meditación, la ponderació­n. Precisamen­te el origen etimológic­o de la palabra pensar viene del latín pensare, que significar­ía colgar o pesar. De ahí sopesar, que es el fondo de cualquier meditación. ¿Cómo es posible hablar, escribir de cualquier materia, sin haber pensado antes? Ante el gran número de factores complejos que rodean nuestra existencia ¿cómo podemos llevar a cabo la decisión de nuestro estado civil, nuestros estudios, nuestra profesión, las decisiones que tomamos a diario, la selección de afectos y rechazos, sin una previa reflexión? Algunas de las decisiones políticas que se han tomado en este país, antes o actualment­e ¿tuvieron lugar con fundamenta­das reflexione­s previas, o fueron fruto de la improvisac­ión, de la banalizaci­ón de la propia función? ¿Hay tantos tontos contemporá­neos por kilómetro cuadrado o es que no quieren caer en la funesta manía de pensar?

Y soy pesimista, porque casi todas las personas –administra­dores y administra­dos– en cuanto tienen un minuto libre, jamás miran hacia el interior de sí mismos: miran la pantalla del móvil. Cuidamos mucho las redes sociales, pero tenemos abandonado ese cerebro del que estamos dotados, y que sirve, por fortuna, para pensar.

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