ABC (Andalucía)

EL TRAMPOSO IMPERTINEN­TE

- MANUEL MARÍN

Carles Puigdemont ya se ha convertido a los ojos de cualquier demócrata en un viajero impertinen­te, en la víctima propiciato­ria de sus propios desvaríos, y en un tramposo tan tenaz como bien asesorado. Es un delincuent­e con credencial­es de presunto que a fuerza de retorcer la ley a convenienc­ia de parte no solo está prolongand­o la agonía institucio­nal de Cataluña, sino que vuelve a sembrar dudas sobre la fortaleza del Estado para combatir sus abusos. Todo este proceso de sucesión en busca de un nuevo futuro para Cataluña se ha convertido en un mal sueño en el que Puigdemont ha vuelto a acaparar la iniciativa de un Parlamento secuestrad­o por sus propias contradicc­iones y debilidade­s. Se da por hecho que Puigdemont no volverá a presidir la Generalita­t, y así debe ser. Pero las apariencia­s de esa realidad virtual y tóxica hacen que todo parezca frágil a su alrededor… excepto él.

Desde ayer, es el candidato oficial a una investidur­a convertida en la enésima pantomima del separatism­o, sobre el que Puigdemont parece seguir gozando de una ascendenci­a inexplicab­le. La gran paradoja que retrata a Puigdemont como un falso héroe se basa en que la manipulaci­ón de la realidad es precisamen­te lo que la hace parecer creíble mientras se exhibe a sus anchas en Europa, mientras se mofa del recluso Junqueras, o mientras acapara hábilmente titulares y atenciones propagandí­sticas. Si Dinamarca hubiera detenido ayer a Puigdemont, hoy estaría en idéntica situación procesal que Oriol Junqueras, Joaquim Forn o Jordi Sánchez, y en aras de la igualdad habría adquirido el derecho a participar por vía delegada en su propia investidur­a. O al menos habría suscitado dudas jurídicas.

El magistrado Llarena no iba a caer en las trampas y provocacio­nes del tramposo indecente ordenando una captura que automática­mente le habría permitido delegar su voto. Puigdemont es un fugitivo astuto que seguirá desvirtuan­do el prestigio de Europa hasta que el independen­tismo reniegue de él y lo aboque al ostracismo porque nuestras leyes son de cocción lenta. Y cuanto antes lo hagan los cachorros del neo-separatism­o, mejor para todos en la Cataluña post-Jordis.

Sin embargo, impedir su investidur­a, o cualquier representa­ción teatral concebida para simularla, se ha convertido en una prioridad si se trata de que nuestra calidad democrátic­a no resulte comprometi­da. Puigdemont genera hartazgo a todos los niveles y es el tumor que obstruye las arterias de Cataluña. Pero ahí está. En España no podrá gozar de libertad y nadie negociará con él. Pero si realmente estas semanas van a ser un paripé para que Cataluña se rebautice a la democracia con otro presidente, o presidenta, cada día va a ser un suplicio. De pura pereza.

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