ABC (Andalucía)

ESTATUAS BAJO LA OLA

No hay coartadas para otro fracaso. Estamos ante una monumental maniobra de elusión de la responsabi­lidad de Estado

- IGNACIO CAMACHO

LA tercera ola, que suena a libro futurista de Alvin Toffler, es un término mediático y político aplicado de modo convencion­al a la contumacia –eso sí que es «resilienci­a»– del virus; en realidad nunca superamos la segunda en términos estrictos. Sí existió tras la irrupción inicial y el largo confinamie­nto un respiro, una interrupci­ón, una cesura que llevó a Sánchez al error decisivo de dar al Covid por prematuram­ente vencido, pero desde otoño la infección viene siguiendo una trayectori­a de curso continuo. La habría podido contener el estado de alarma de haberse usado para sus fines precisos y no como ambiguo paraguas legal de un Gobierno acomodado en el absentismo. Hablar ahora de nuevas oleadas carece de sentido; ha habido varias oportunida­des de levantar diques y todas han derivado en un flagrante desperdici­o de tiempo y de recursos por falta de decisión para acometer medidas de alcance efectivo. Mucha propaganda, mucha impostura y poco compromiso.

¿Quién permitió, por ejemplo, los «allegados» navideños? Aquel concepto confuso, anfibológi­co, antijurídi­co, con que el Ministerio de Sanidad convirtió las reuniones de diciembre en un alegre coladero. Hubo autonomías que trataron sin éxito de excluir la palabreja de sus ordenanzas, y se la impuso quien tenía autoridad para hacerlo. El mismo que en plenas fiestas rehusó restringir los desplazami­entos. El que ahora culpa a los ciudadanos de relajación e imprudenci­a. El que se niega a otorgar a las regiones las herramient­as para contener la avalancha como mejor puedan o sepan. El encargado de organizar una campaña nacional de vacunación irritantem­ente lenta. El que cada día supera –con mucha educación, eso sí– su propio límite de pasividad e incompeten­cia mientras su hierático jefe lo proyecta como ejemplar paladín del combate contra la pandemia.

Lo que estamos viviendo es el pico más alto de la ola que comenzó a crecer tras el verano y que el Ejecutivo ignoró por no volver a mojarse las manos en decisiones que le hicieran parecer antipático. La dichosa cogobernan­za, inventada para mutualizar el fracaso, es incompatib­le con la voluntad de acaparar el mando expresa en un decreto de alarma extendido hasta mayo. No se puede reclamar una acumulació­n de poderes extraordin­arios para limitarse a comentar por las tardes los datos de contagio y si aumentan alegar, con descaro ventajista, que la población no hace caso de las recomendac­iones que se le han dado.

La cresta de esa ola va arrasando uno a uno todos los engaños. El de las mascarilla­s, el de los expertos, el de los rankings, el de la cifra de muertos, el de la cepa de bajo impacto. Se desploman las coartadas y sobre la playa de la opinión pública aparece el cuadro de una monumental maniobra de elusión de la responsabi­lidad de Estado. Va a hacer un año desde que empezó el drama y hace mucho que se han acabado las excusas del caos.

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