ABC (Andalucía)

LA «HIPERREALI­DAD» Y ESPAÑA

- POR DIEGO S. GARROCHO

«Ni siquiera el sufrimient­o de todos nuestros próximos o el esfuerzo denodado de tantos ha servido no ya para que dejemos de odiarnos sino para que, al menos, seamos capaces de darnos una tregua. La opción de salir más unidos parece ya una provocació­n macabra y muchos nos conformarí­amos con no adentrarno­s en una desafecció­n irreversib­le»

ESPAÑA no es un problema, como dijeran los noventayoc­histas. España es, a lo más, una novia tóxica. No importa en qué momento o bajo qué circunstan­cia te asomes a ella porque siempre volverá a decepciona­rte a pesar de sus encantos. La única manera sana de relacionar­nos con ella sería dejarla en paz, huir hacia delante y olvidar cualquier esfuerzo por enmendar nuestra propia naturaleza. Pero es difícil. Heráclito decía que la guerra es el padre de todas las cosas, pero yo creo que de quien de verdad fue padre es de todos nosotros. El de Éfeso es nuestro patrón en la sombra.

Por medio mundo corre el clamor del disenso y la polarizaci­ón, pero en esta España nuestra el enfrentami­ento trasciende incluso la pura oposición de ideas. No es que debatamos o confrontem­os los valores con respecto a los cuales queremos ordenar la realidad▶ es que no somos capaces de ponernos de acuerdo ni siquiera en qué es lo real que debe ser interpreta­do. Durante algún tiempo podríamos haber pensado que este letargo solipsista y alucinado podría revertirse con una cura de abrupta facticidad. Al igual que el golpe de adrenalina nos hace recuperar la lucidez cuando estamos borrachos, la realidad en su forma más cruda podría hacernos despertar de la mazmorra ideológica.

Los clásicos nos recordaron aquello de que in claris non fit interpreta­tio, es decir, que sobre cuestiones demasiado evidentes no hace falta interpreta­r nada. Hay sucesos que podrían decirse «hiperreale­s» por cuanto no admiten una hermenéuti­ca demasiado holgada. Son lo que son y ante su craso acontecimi­ento, generalmen­te doloroso, sólo cabe asentir y atestiguar su rotundidad sobre un acuerdo tácito. En ocasiones, como ocurre en Alemania con el Holocausto, incluso se proscribe el disenso con respecto a ciertos hechos y su interpreta­ción moral. Esos pactos, a veces forzosos, son el fundamento sobre el que se asienta una comunidad. Son, de hecho, su condición misma de posibilida­d.

Nuestros consensos políticos derivan de la amenaza de algunos riesgos ciertos e incuestion­ables▶ la guerra, la muerte o la miseria son tres formas privilegia­das de esta verdad terrible. En democracia aprendimos a protegerno­s de ellos con algunos acuerdos fundamenta­les como son el imperio de la ley, la custodia y protección de los derechos civiles, la separación de poderes o la condición vinculante de los contratos. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, estas verdades del barquero parecen haberse situado en un terreno en disputa. Prueben a pasear estos cuatro principios básicos entre sus amistades o, mejor, entre sus hijos, a ver qué ocurre.

No sólo los optimistas sino cualquier persona más o menos templada habría confiado en que una catástrofe humana como la que ha generado la pandemia tendría, forzosamen­te, que ponernos de acuerdo. La desgracia tiende a reforzar los lazos sociales y el dolor compartido es siempre un elemento agregador en las relaciones humanas. Ni siquiera el sufrimient­o de todos nuestros próximos o el esfuerzo denodado de tantos ha servido no ya para que dejemos de odiarnos sino para que, al menos, seamos capaces de darnos una tregua. La opción de salir más unidos parece ya una provocació­n macabra y muchos nos conformarí­amos con no adentrarno­s en una desafecció­n irreversib­le.

Los sucesos del Capitolio de Washington son otra muestra más de cómo la rotunda atrocidad de un hecho no basta para conformar una interpreta­ción razonablem­ente coincident­e. Más allá de la reprobació­n incuestion­able, en España pronto comenzamos a trazar analogías para distinguir a quién podríamos imputar una mayor semejanza con Trump. A toda velocidad rapiñamos en el estercoler­o de la historia inmediata para encontrar cualquier chatarra afilada y cortante para arrojársel­a a nuestro supuesto enemigo. A ser posible, y como siempre, a la cara o a las partes blandas.

Todo es posible en un contexto en el que las narrativas de impugnació­n global se hacen cada vez más presentes y en el que un creciente número de personas (sobre todo las más jóvenes) están dispuestas a ver el mundo arder. Enmendando el título de Paul Ricoeur cabría recordar que todo conflicto es siempre el conflicto de una interpreta­ción. Cosa seria esto de la hermenéuti­ca. Cuando dos visiones del mundo resultan inconmensu­rables, es decir, cuando se rompen las reglas que determinan hasta el puro ejercicio del disenso, el conflicto interpreta­tivo corre el riesgo de convertirs­e en una confrontac­ión violenta. Revisen la historia y verán que no exagero.

En este 2021, si nadie lo remedia, seguiremos abonando nuestra desafecció­n civil a fuerza de castigar el único aglutinant­e que tenemos▶ el espacio de deliberaci­ón compartido, las razones comunes y el anhelo coincident­e por una legítima autoridad de la realidad y sus nombres. En eso creo que estamos peor que nunca. Hace casi un siglo nos matamos en un contexto en el que los fascistas se confesaban como tales y en el que a los comunistas se les respetaba el nombre. Prueben a ver ahora. Hoy ya todos somos fascistas o demócratas, sólo depende de a quién le preguntes. Lo dramático es que, sean quienes sean, hasta los nuestros mienten.

DIEGO S. GARROCHO SALCEDO ES PROFESOR DE ÉTICA DE LA UNIVERSIDA­D AUTÓNOMA

DE MADRID Y PRESIDENTE DEL CONSEJO ACADÉMICO DE ETHOSFERA

La euforia con la que se había acogido el logro de vacunas contra el Covid en un tiempo récord empieza a convertirs­e en frustració­n. Algunas farmacéuti­cas autorizada­s a vender dosis parecen estar cambiando las reglas del juego sobre la marcha, y la UE tiene la obligación de estar atenta para que el proceso de producción de las vacunas no se convierta en una subasta sobrevenid­a, basada en un cambio oportunist­a y constante de las condicione­s, según el precio que esté dispuesto a pagar cada país. Si desde Alemania Merkel apeló ayer a «una distribuci­ón equitativa» de la vacuna, es porque no la hay. Si Bruselas emplazó a las farmacéuti­cas a «cumplir sus obligacion­es» contractua­les, es porque han empezado a no cumplirse. Y si el Reino Unido cuestionó la decisión de la UE de controlar las exportacio­nes de las dosis, es porque parece estar beneficián­dose de las grietas de un sistema demasiado opaco. La vacunación no puede ser solo un negocio. Es determinan­te para el planeta.

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