Patologías previas
Lo adoptamos en China, acaba de cumplir un año según los papeles que traía y aún nos estamos familiarizando. Casi cada día que pasa aparece un nuevo remedio, pero también una nueva secuela del SARS-CoV-2. Hay síntomas, sin embargo, que no pueden asociarse al coronavirus. Los médicos las denominan patologías previas. Los disturbios registrados en Holanda, con cerca de doscientos detenidos en su última convocatoria, cursan como una manifestación más de la pandemia, en presunta protesta por un toque de queda que levanta barricadas en defensa de una libertad amenazada, pero su origen es anterior al Covid-19. Asaltar tiendas, destrozar coches, disparar fuegos artificiales a la Policía o quemar comisarías forman parte del repertorio patológico de unos colectivos que venían así de fábrica. «Ladrones sin vergüenza», los llama el alcalde de Róterdam. Son los mismos a los que el Black Lives Matter sacó de paseo la pasada primavera por los centros comerciales de Estados Unidos, o los que en el País Vasco reverdecen laureles frente a la Ertzaintza cuando se hace de noche. «Estaba de Dios», sugiere el médico para informar de la muerte de un enfermo que estaba ya muy tocado cuando cogió el Covid. En Róterdam es el alcalde quien explica a la familia las circunstancias del fallo multiorgánico.
Hace cuarenta años, Adolfo Suárez, el carismático presidente del Gobierno, presentó su dimisión porque consideró que había sufrido un desgaste personal irreversible que le imposibilitaba continuar en el cargo después de cinco años en los que, bajo su presidencia, condujo a España de una dictadura a una democracia plena. La «imagen que se ha querido dar de mí aferrada al cargo», el «importante desgaste sufrido» y las «descalificaciones globales, visceralidad o ataques personales», como manifestó en su discurso de dimisión, le condujeron a esa decisión y a decirle al Rey▶ «Señor, que me voy». Eduardo Navarro Álvarez, que tan cerca estuvo de él y al que escribió muchos de sus discursos y conferencias, lo conocía muy bien. A mí me entregó su relato de memorias de esos años que edité y prologué en un libro –«La sombra de Suárez»– publicado en 2014 por la editorial Plaza y Janés. Ahí se encuentran muchas de las claves de los hechos acaecidos en esos años y las razones que llevaron al presidente Suárez para dimitir de la presidencia del Gobierno.
La labor que Suárez y sus equipos ministeriales realizaron en esos cinco años fue ingente y, visto con nuestra mirada de hoy, resulta casi incomprensible cómo pudo terminar su mandato de forma tan abrupta. Escribe Eduardo Navarro▶ «Nunca había perseguido a nadie. Durante su mandato nadie se vio coartado en sus pensamientos o adscripciones políticas. Había encontrado las cárceles llenas de presos políticos y las había dejado vacías. Había llevado al país, bajo la Corona, de una autocracia a una democracia, de un Estado centralizado al Estado de las Autonomías, de un Régimen de poder personal a un Estado de Derecho». Además, bajo su presidencia se había enderezado la situación económica embridándose una inflación desbocada que había llegado a superar el escalofriante dígito del 25%. Era un palmarés que, en otras circunstancias, hubiera proporcionado una abultada mayoría absoluta a cualquier gobernante. Pero los ataques personales a los que fue sometido el presidente Suárez desde dentro de su propio partido –un conglomerado de pequeños grupúsculos– así como desde el inmisericorde acoso de la oposición, los grupos económicos, el Ejército y la propia Iglesia, convirtieron la política española en un lodazal irrespirable que, con el fin de que la democracia y la libertad recientemente instaurada no se convirtiera en un paréntesis, le llevó a Suárez a dimitir.
Recordemos algunos de esos golpes que tumbaron al presidente del Gobierno justo antes del golpe de Estado del 23 de febrero de cuya triste efeméride también este año se cumple la friolera de cuarenta años.
En 1980 ya se vislumbraba el tremendo desbarajuste territorial que iba a traer la nueva organización administrativa, superpuesta a las provincias, impuesta por la Constitución. Después de Euskadi, Cataluña y Galicia, Andalucía planteó que no quería ser menos. ¿Y por qué no? Desde el Gobierno se opinaba que los andaluces no querían tener un gobierno autónomo y que esa «preautonomía» debía acceder a la autonomía por el cauce descafeinado previsto en el artículo 143 de la Constitu
Constantemente se hablaba de «ruido de sables». Pero lo que había eran movimientos de oficiales y generales perfectamente coordinados para que fracasara la frágil Constitución de 1978 que consagraba un régimen democrático y de libertades como nunca habíamos tenido. Entonces se barruntaban tres posibilidades de golpismo militar▶ una posibilidad era la de un golpe a lo «De Gaulle», organizado por generales, esencialmente por algunos capitanes generales de las distintas regiones militares; otra posibilidad, la más peligrosa, un golpe «a la griega» organizado por coroneles; y una tercera, la más exótica, el golpe de los espontáneos, que es el que al final prosperó el 23 de febrero. Ya se había producido una asonada militar al final de 1979 con la denominada «operación Galaxia», por las reuniones que tuvieron en esa cafetería madrileña, próxima a La Moncloa, Tejero y Sáenz de
Adolfo Suárez, en el Palacio de la Zarzuela al día siguiente de presentar su dimisión, en la ronda de consultas con los líderes parlamentarios para buscar nuevo presidente
Ynestrillas. Ambos fueron detenidos, juzgados y condenados a penas levísimas. La sentencia fue recurrida por el capitán general de Madrid Quintana Lacaci –que tan sobresaliente actuación tuvo después, el 23 de febrero de 1981, para desbaratar el golpe– sin ningún éxito. El Consejo Supremo de Justicia Militar confirmó esas sentencias. Suárez era conocedor del ambiente cuartelero y destituyó, incluso, al general Torres Rojas como jefe de la División Acorazada de Madrid. El ambiente en muchos cuarteles era de franco apoyo a la insurrección, siempre alentados por el terrorismo que no daba tregua.
Un pacto para unificar la educación en toda España entre los dos grandes partidos se veía como algo completamente necesario para que no derivase en lo que luego ha llegado a ser▶ un galimatías de desigualdades en la enseñanza dependiendo del color de las comunidades autónomas. Eso es lo que propuso Juan Antonio Ortega cuando fue nombrado ministro de Educación en 1980. En su segundo libro de memorias –«Las transiciones de UCD» (Galaxia Gutenberg, 2020)– cuenta la enorme frustración que le produjo la imposibilidad de acordar ni siquiera los asuntos más elementales. Ya entonces a los partidos les parecían más importantes las políticas de confrontación que llegar a consensos que hicieran viable una nación equilibrada y en la que todos los españoles fueran lo más iguales posible en los asuntos fundamentales como la educación.
El partido que Adolfo Suárez había contribuido de forma decisiva a crear se había convertido en una especie de reino de taifas en la que cada «barón» –como ya se les llamaba entonces a sus más destacados líderes– remaba en dirección diferente y, en muchos casos, contraria. El congreso de Palma, celebrado a trancas y barrancas