El dumping era esto
Los empresarios del sector de hostelería de Castilla-La Mancha son conscientes de que si hay algo que molesta y abre las carnes a su presidente regional –y por elevación al socialismo– es la figura de Isabel Díaz-Ayuso, a la que ayer sacaron en procesión en Albacete como el que pide agua para los campos. Del dumping fiscal que denuncia María Jesús Montero –«España es mucho más que Madrid», dijo ayer en el Congreso la ministra de Hacienda para legitimar su política de tarifa plana y retranqueo recaudatorio– hemos pasado al dumping sanitario que denuncia García-Page o al dumping de botellín y patatas bravas que ejerce la hostelería madrileña, entreabierta para que corra el aire y se ventile la economía capitalina. Ha sido tanta la saña y tan poco el atino con que la izquierda ha arremetido en los últimos meses contra la presidenta de Madrid que ha terminado por convertirla, contra sus propios planes de demonización y caricatura, en estandarte y esperanza de todos los que ya se han quedado atrás en esta crisis, un logro más que notable para quien sin pudor se presenta como defensora de la iniciativa privada y el sálvese quien pueda, justo lo contrario de lo que indica la teoría de los escudos sociales. Ir a la contra tiene sus ventajas. Fue pedir la nueva ministra de Sanidad que las comunidades hicieran un esfuerzo para intensificar sus restricciones y anunciar Díaz Ayuso, al loro y al quite, la ampliación del número de comensales en las terrazas de los bares, de cuatro a seis, a partir de mañana. El mismo Ejecutivo que ensayó, con un fracaso estrepitoso y un resultado inverso al que buscaba, la intervención sanitaria de la Comunidad de Madrid fue el que más tarde diseñó la cogobernanza como mecanismo de evasión de una pandemia en la que Ayuso ha encontrado el decreto que le permite consagrarse como outsider, zascandil y pesadilla. «España es mucho más que Madrid», clama Montero. «El resto de España existe», remata la titular de Hacienda. Tiene razón la ministra. Es tan grande y diversa España que por eso sacan en procesión a Díaz Ayuso en Albacete.
Los muertos célebres rara vez descansan en Argentina. Los cádaveres son objeto de deseo de fanáticos o moneda de cambio en la arena fúnebre de la política. Alguno, como el de Eva Duarte –vestida de blanco como una novia– fue secuestrado, mancillado y paseado, por diferentes países, hasta llegar a Madrid. El de su marido y tres veces presidente, el general Juan Domingo Perón, sufrió la amputación de sus manos. Se pidió un rescate por ellas, pero nunca aparecieron (el móvil económico quedó descartado). Al guerrillero Ernesto «Che» Guevara, también le cortaron las suyas, pero había una explicación▶ Fidel Castro las quería para comprobar que el «compañero», había abandonado este mundo para siempre, describiría a ABC el boliviano Juan Coronel, «el correo humano» que las trasladó «en un frasco con formol» a Moscú. El último episodio de esta historia negra lo protagoniza, por otras razones, Maradona. Al exnúmero uno del fútbol lo enterraron sin el corazón.
La pasión por apoderarse, mutilar, robar o aprovecharse de los cuerpos sin vida de los personajes de la historia argentina se conoce desde la fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza, el hombre que, según describe el militar alemán Ulriko Schmidl, se colocó cataplasmas con la sangre de tres soldados españoles, acusados de antropofagia, para paliar su sufrimiento por las fiebres de la sífilis.
Distintas etapas
La necrofilia o «necromanía», como prefiere decir Claudio Negrete, autor de varios libros sobre esta tendencia macabra de los argentinos, atraviesa distintas etapas y costumbres. Entrado el siglo XX, el cráneo de Miguel Martínez de Hoz (padre de José Alfredo, ministro de Economía de la dictadura) apareció en plena Plaza de Mayo, frente a la Casa Rosada. En el segundo mandato de Carlos Menem (1995-99) los restos de su hijo Carlitos, muerto el 15 de marzo de 1995, oficialmente en un accidente de helicóptero, fueron alterados. Su madre, Zulema Yuma, denunció que le habían cambiado la cabeza (el juez lo desestimó). Pero el hábito más cruel de todos se registró durante la última dictadura militar (1976-83), cuando se estableció un plan sistemático para hacer desaparecer, en masa, los cuerpos de «los subversivos». Lo que hicieron las Juntas Militares «es la sofisticación de la manipulación de los muertos», analiza desde Buenos Aires Claudio Negrete, autor de «Necromanía, historia de una pasión argentina». Hay un elemento perverso, añade, porque «se despoja al muerto de identidad, se oculta su destino y se impide a sus familias hacer el duelo. Mantener el secreto significa mantener la amenaza de que se puede repetir». El general Jorge Rafael Videla llegó a decir sobre los desaparecidos▶ «Son una entelequia». Ironías del destino, los cadáveres de éste dictador y del número dos de aquel régimen, el comandante Emilio Eduardo Massera, reposan, forzosamente, en lugares no identificados para evitar su profanación.
En 1991 Menem viajó a Tucumán para darle un espaldarazo a la aventura política de Ramón «Palito» Ortega. El cantante de «Ese vacho de chevecha que che chube a la cabecha…» presentaba su candidatura a la Gobernación de la provincia donde a principios de los 70 se vivieron los enfrentamientos más crudos entre el Ejercito Revolucionario del Pueblo (ERP) y las Fuerzas Armadas. Su adversario era Domingo Bussi, general implacable durante los años de plomo. «Méndez», como se refieren al presidente los supersticiosos –le consideran un «yeta» (gafe)– fue en el avión oficial acompañado de los restos de Juan Bautista Alberdi, autor de la Constitución de 1853. La pasión por sus huesos, o lo que quedaba de ellos, se hizo evidente. Palito Ortega ganó las elecciones.
Desde los orígenes
La necrofilia argentina procede de la fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza, que se colocó una cataplasma con la sangre de tres soldados españoles Hechos macabros
La exmujer de Menem denunció que al cuerpo de su hijo, fallecido en accidente de helicóptero en marzo de 1995, alguien le había cambiado la cabeza
«Quiero a mi hija entera»
En Montechingolo, cerca de la ciudad de Buenos Aires, el ERP asaltó el 23 de diciembre de 1975 el Batallón Depósito de Arsenales 601 «Domingo Viejobueno». Al día siguiente, Nochebuena, el Ejercito detuvo y fusiló a Aida Leonora Bruschtein. A su madre, Laura
Bonaparte –terminaría sus días con siete desaparecidos de su familia– los militares le «ofrecieron recuperar sus manos. Las conservaban en formol, en un frasco con el número 24 pero les dije▶ “No, yo quiero a mi hija entera”», recordaría en uno de sus encuentros con ABC.
«A lo largo de nuestra historia se ha desarrollado una cultura nacional de profanaciones y manipulaciones de muertos», sentencia Claudio Negrete. Entre los ejemplos que menciona, recuerda «las vejaciones de los restos de José de San Martín y de Juan Manuel de Rosas o el robo de los dientes de Manuel Belgrano». Este último, creador en 1812 de la bandera argentina, con los colores albicelestes (de los Bordones), tuvo un final desdichado. Murió en la pobreza y en su primer entierro se utilizó un ataúd de madera de pino. Al exhumar su cadáver, el 4 de septiembre de 1902, para darle sepultura de héroe, lo que hallaron fue despojos que, prácticamente, se deshacian al asirlos. Esos huesos y restos de dentadura, se colocaron en una bandeja de plata ante la presencia de los ministros del Interior, Joaquin V. González, y de Guerra, Pablo Ricchieri, que aprovecharon para quedarse, cada uno,
con «un diente del prócer», como denunció la revista de la época «Caras y Caretas». El periódico «La Prensa» publicaría un editorial memorable donde reclamaba▶ «Devuelvan esos dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida con los dineros de la Nación». Así se hizo. Hoy reposan en la iglesia de Santo Domingo de Buenos Aires.
Con la muerte de Diego Armando Maradona –difícil imaginar otra escena– resucitó esa obsesión generalizada –y violenta– por ver al mito, tocarlo, quedarse con algo suyo, despedirlo o saludarlo aunque se deje media vida –o la vida entera– en el intento. Así ocurrió, en 1953, con la muchedumbre que seguía el féretro del expresidente Hipólito Yrigoyen; en 1935 con el del «zorzal criollo» –como rebautizaron a Carlos Gardel– o en 1976 con Óscar Natalio Bonavena, más conocido como Ringo Bonavena en el mundo del boxeo, la escena y la canción.
A Maradona lo enterraron «sin corazón, se lo extrajeron en el contexto de la investigación judicial sobre las causas de su muerte. Pesaba medio kilo, el doble de una persona corriente. ¿Quién se lo va a quedar?», se pregunta Negrete, antes de reclamar «una legislación, como sucede en España, que defienda los derechos de los muertos» porque en Argentina «no tienen ninguno. Son funcionales a los de los vivos». Autor de «La profanación, el robo de las manos de Perón», Negrete reclama una reforma del Código Penal para que se condenen, severamente,
Arriba, el ataúd de Diego Armando Maradona, fallecido el pasado noviembre. Sobre estas líneas, el sudario con el que fue cubierto el cuerpo de Evita Perón en julio de 1952.