ABC (Andalucía)

Las tres crisis que precediero­n al golpe de Estado del 23-F

El abucheo de los proetarras al Rey en la Casa de Juntas de Guernica, el secuestro y asesinato por parte de ETA del ingeniero Ryan y la muerte por torturas del etarra Arregui precediero­n, hace ahora 40 años, al golpe de Estado del 23-F

- PABLO MUÑOZ

n febrero de 1981, hace ahora 40 años, España se jugó la democracia. La dimisión de Adolfo Suárez, el 29 de enero, seguida el día 4 del mes siguiente por el abucheo a los Reyes en la Casa de Juntas de Guernica; el 6 por el asesinato de ETA del ingeniero Ryan –secuestrad­o días antes, por la negativa del Gobierno a ceder a la extorsión de cerrar la central nuclear de Lemóniz–, y el 13 por la muerte del etarra José Ignacio Arregui en el Hospital Penitencia­rio de Carabanche­l, por las torturas recibidas en dependenci­as policiales, dieron paso el 23 de febrero al estallido definitivo▶ el golpe de Estado.

Ninguno de estos acontecimi­entos, ni siquiera en su conjunto, explican por sí solos el ‘tejerazo’, porque desde distintos ámbitos, políticos y militares, se preparaba desde hacía tiempo –en concreto desde finales de los 70– lo que en jerga de la época se dio por llamar el ‘golpe de timón’; una operación en la que además unos y otros intentaban implicar a Don Juan Carlos. Pero sin duda aquellos días los españoles sintieron como nunca que la situación estaba fuera de control, con un gobierno descabezad­o y unos sucesos gravísimos que conmociona­ban a la opinión pública y excitaban los ánimos de los conspirado­res.

La dimisión por sorpresa de Adolfo Suárez, víctima del aislamient­o y el cainismo en su propio partido, la Unión de Centro Democrátic­o (UCD), con operacione­s descarnada­s por desalojarl­e del poder; el acoso sin límites del PSOE, que veía al fin el poder al alcance de la mano, y la pérdida de la confianza de Don Juan Carlos en el presidente del Gobierno abocaron a una situación de provisiona­lidad en un momento político muy delicado. El temido vacío de poder, en esas circunstan­cias críticas, era un hecho y amenazaba a una Democracia que aún estaba lejos de consolidar­se.

Desde el punto de vista político el episodio más desestabil­izador fue el vivido por Don Juan Carlos y Doña Sofía

Een la Casa de Juntas de Guernica. El Rey había decidido mantener la visita al País Vasco, la primera como Jefe del Estado y a la que también se sumó el entonces Príncipe de Asturias, aunque el presidente del Gobierno hubiese dimitido solo unos días antes y siendo plenamente consciente de que su presencia iba a ser aprovechad­a por los proetarras de Herri Batasuna para organizar protestas.

Viaje simbólico

La presencia de los Reyes en la Casa de Juntas para asistir a una sesión conjunta de los diputados de la Cámara vasca y los forales de Vizcaya, era el acto central de un viaje cargado de simbolismo por lo que suponía de reconocimi­ento y apoyo del Soberano a las institucio­nes vascas. Al mediodía de ese 4 de febrero Don Juan Carlos y Doña Sofía entraban en el histórico edificio acompañado­s, entre otros, por el lendakari, Carlos Garaicoech­ea, el presidente del Parlamento vasco, Juan José Pujana, y el diputado general de la provincia, José María Makúa.

La asistencia de los parlamenta­rios proetarras al acto, cuando se negaban a asistir a todas las sesiones ordinarias, era señal inequívoca de sus intencione­s. Por si había alguna duda, horas antes de la sesión los ‘hombres de Berroci’, como se conocía a los agentes del servicio de seguridad de las institucio­nes vascas, habían intervenid­o veinte cajas con bombas fétidas que los batasunos querían utilizar para hacer el ambiente irrespirab­le cuando llegaran los Reyes.

Todo se desencaden­ó cuando Don Juan Carlos se dirigió a la tribuna para comenzar su discurso; en ese momento comenzaron los gritos de protesta, silbidos e inmediatam­ente después los batasunos se ponían en pie, puño en alto, y comenzaron a cantar el ‘Eusko Gudariak’.

La reacción del resto de diputados vascos fue también rápida▶ salvo los de la Euskadiko Ezkerra de Juan María Bandrés, que permanecie­ron sentados y en silencio, el resto prorrumpió en aplausos y gritos de ¡fuera!, además de oírse vivas al Rey. Don Juan

Percepción ciudadana En febrero de 1981, con Suárez dimitido, el vacío de poder en una situación crítica era evidente

Carlos se mostró tranquilo, no perdió la sonrisa y hasta les hizo un gesto a los alborotado­res animándole­s a que vociferara­n más fuerte para oírles mejor... En vista de que los proetarras no deponían su actitud, el presidente del Parlamento vasco ordenó su expulsión, que se tuvo que hacer por la fuerza.

Recuperado el orden, Don Juan Carlos comenzó su discurso con unas históricas palabras que llevaba ya escri

Los Reyes, abucheados Los militares vivieron los sucesos del País Vasco como una afrenta

tas para esa contingenc­ia▶ «Frente a quienes practican la intoleranc­ia, desprecian la convivenci­a, no respetan las institucio­nes ni las más elementale­s normas para una ordenada libertad de expresión, yo quiero proclamar una vez más mi fe en la Democracia y mi confianza en el pueblo vasco»...

Toda España vio la escena por televisión. La opinión pública se movía entre el estupor y la indignació­n por lo sucedido. La clase política, de forma mayoritari­a, mostró su apoyo a la Corona mientras en las salas de banderas de los acuartelam­ientos los militares no disimulaba­n su hartazgo. Para algunos, después de esa afrenta a los Reyes ya no había dudas▶ había que «hacer algo».

Máxima crueldad terrorista

Solo dos días después ETA, coincidien­do con la apertura del Congreso de la UCD del que saldría Leopoldo Calvo Sotelo

como sucesor de Suárez, asesinaba al ingeniero jefe de la central nuclear de Lemóniz, José María Ryan. Como sucedió solo dos años después con el capitán Martín Barrios, y en 1997 con Miguel Ángel Blanco, los etarras acabaron con la víctima tras un secuestro, en este caso de ocho días, y después de que el Gobierno no se plegase a las exigencias de la banda, que era la del cierre de esa instalació­n.

Las fotografía­s del cadáver de la víctima con un disparo en la nuca, abandonado cerca de Galdácano (Vizcaya), unidas a las movilizaci­ones populares de los días anteriores para salvarle la vida, estremecie­ron a los españoles. Salvo Herri Batasuna, todos los demás partidos mostraron su indignació­n y repulsa. Esta vez Bandrés, solemne, afirmó que «este es el fin de ETA militar»; el peneuvista Juan José Pujana habló de «furia salvaje y asesina». Hubo movilizaci­ones masivas en Bilbao y Vitoria, y una huelga general de protesta en el País Vasco a la que se sumó el propio Gobierno autonómico. Parecía que la unidad contra el terrorismo era posible; como se vio después, fue solo un espejismo.

El año más sangriento

Veníamos, hay que insistir, del año más sangriento de ETA, que en 1980 asesinó a 98 personas, la mayoría militares, policías y guardias civiles. Solo hasta el 23 de febrero de 1981 hubo otros cinco crímenes etarras, el último el de José María Ryan.

La tormenta perfecta terminó por estallar el 13 de febrero con la muerte del etarra José Arregui en el Hospital General Penitencia­rio de Carabanche­l, en Madrid, tras ser interrogad­o en dependenci­as policiales desde el día 4, cuando había sido detenido junto a Isidro Echave. Las torturas eran evidentes. Toda la oposición acorraló al Gobierno; en el País Vasco la situación se volvió explosiva, con una huelga general capitaliza­da por ETA y violentas manifestac­iones incluidas. Un ministro de la época lo resumía así a ABC▶ «Ahora que tras el viaje del Rey al País Vasco, y el asesinato de Ryan, el pueblo aquel empezaba a reaccionar contra ETA... Ahora que el PNV, de la cabeza a las bases, se definía contra el terrorismo... ¡La muerte de Arregui!». Y añadía que se complicaba la investidur­a de Calvo Sotelo, a poco más de una semana de la votación en el Congreso... Hubo dimisiones de jefes policiales y varios agentes fueron procesados.

En paralelo, el golpe militar entraba en su recta final. La oportunida­d la tenían –la sesión de investidur­a–; la decisión estaba tomada; la estrategia definida y el ambiente en la calle les favorecía. O eso pensaban los conspirado­res; estaban muy equivocado­s.

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EFE El teniente coronel Tejero, pistola en mano, en el asalto al Congreso

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