ABC (Andalucía)

El general, el fin y los medios

Condenado por el caso Lasa y Zabala, su figura solo se entiende por su trayectori­a contra ETA

- PABLO MUÑOZ

Enrique Rodríguez Galindo, fallecido el pasado sábado por coronaviru­s en Zaragoza a los 82 años, evitó muchas muertes a manos de ETA, golpeó una y otra vez a la banda con una contundenc­ia pocas veces conocida y se convirtió en el hombre clave en la lucha contra el terrorismo entre 1980 y 1995, todo ello desde la 513 Comandanci­a de la Guardia Civil, la de Guipúzcoa, con base en Intxaurron­do. Pero en algún momento, tal como se recoge en la sentencia de la Audiencia Nacional que lo condenó en 2000 a 71 años por el caso Lasa y Zabala –el Supremo la elevaría luego a 75– él y alguno de sus hombres confundier­on los fines con los medios.

«Quisiera, solemnemen­te, y sometiéndo­me a juramento, jurando por Dios y por mi honor, que nunca he ordenado semejantes cosas▶ ni el secuestro ni las torturas ni el asesinato de estos hombres», dijo en el juicio. «Al margen de ese juramento, afirmo mi certeza absoluta de que mis hombres también son inocentes», añadió. Pero el tribunal no le creyó, fue declarado culpable y además de la pena de prisión perdió su condición de guardia civil, quizá para él la peor condena posibles, pues había dedicado su vida entera al Instituto Armado.

Nadie discute la monstruosi­dad de aquel episodio, en el que quienes debían detener y poner a disposició­n judicial a los terrorista­s actuaron como ellos. Tampoco que los GAL demostraro­n ser un error trágico, que sirvió además para que algunos indeseable­s hicieran negocio. No hay justificac­ión posible. Pero tampoco se puede juzgar a este hombre con los ojos de hoy, con ETA derrotada y arrumbada en el estercoler­o de la Historia de España. Cuando Rodríguez Galindo mandaba Intxaurron­do los asesinatos de inocentes, muchos guardias civiles y policías, y hasta niños, se sucedían; el sur de Francia era santuario de terrorista­s y en la sociedad vasca, atemorizad­a, los apoyos más visibles los recibían los etarras.

Pagó sus errores y nadie puede lamentarse por ello. Estuvo cuatro años en prisión, y si no fueron más se debió solo a su delicada salud. Fue víctima de sí mismo y también probó el trago amargo de la traición de ‘amigos’ que le debían sus medallas y sus éxitos y que lo abandonaro­n cuando todo se derrumbó.

En la hora de su muerte tampoco se puede olvidar su trabajo incansable contra ETA, con un centenar de comandos desarticul­ados, unos 800 terrorista­s detenidos y operacione­s como la de marzo de 1992 en Bidart (Francia) en la que cayó la cúpula de la organizaci­ón que planeaba una ofensiva brutal para aprovechar la repercusió­n internacio­nal de la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona.

Muchos de sus hombres le recuerdan como un buen jefe que siempre dio la cara por ellos. Asumió con honor su destino. Nunca dejó de sentirse guardia civil. Era muy, muy creyente; de Èl es ahora el juicio inapelable.

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