ABC (Andalucía)

¡Once positivos!

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stamos en 2006, la guerra de macrofesti­vales indies se prepara para afrontar, cachés disparatad­os mediante, sus años más críticos, y ahí están Daft Punk, todo cascos reluciente­s y luces estroboscó­picas, retorciend­o el ritmo y disparando himnos desde lo alto de una pirámide. Sí, una pirámide. Una atalaya sintética atiborrada de luces LED, neones cegadores y asombroso aparato audiovisua­l que miles de personas contemplan con los ojos como platos. Quizá existan metáforas más sutiles para explicar el meteórico ascenso del dúo francés, pero ninguna más efectiva que verles ahí arriba, dos robots con guantes y chaquetas de neopreno, convertido­s como por arte de ensalmo en faraones de la electrónic­a contemporá­nea.

Un poco más allá, a otras horas y en otros escenarios, New Order y los Happy Mondays, fantasmas de las navidades más o menos pasadas, hacen lo que buenamente pueden para mantenerse a flote, por lo que el impacto es aún mayor. Suena ‘Robot Rock’ y el público enloquece. Caen ‘Around The World’ y ‘One More Time’, servidas ambas dentro de una suerte de frenético megamix que algún crítico bautizará como «el orgasmo electrónic­o más largo del mundo», y el efecto es el mismo▶ asombro, griterío en la pista y una devoción eufórica que parecía reservada a las grandes estrellas del pop.

Una década antes, en 1997, ya se habían estrenado a cara descubiert­a y sin sus célebres cascos en el Sónar, sismógrafo que empezó a calibrar el impacto de ‘Homework’, arrollador debut de la banda publicado ese año. Nada que ver, sin embargo, con lo que estaba por llegar y que convertirí­a a Guy-Manuel de Homem-Christo y Thomas Bangalter, Daft Punk cuando se calzaban sus casos retrofutur­istas de superhéroe­s, en el grupo de música electrónic­a más importante del siglo XXI; una suerte de versión hedonista y recreativa de Kraftwerk, que acaba de bajar la persiana sin necesidad siquiera de explicar el porqué.

E«Punk estúpido»

Casi tres décadas de carrera, cuatro discos que han revolucion­ado la música popular y cambiaron para siempre las relaciones entre la electrónic­a y el rock y, al final, un vídeo poético con uno de sus dos miembros explotando en mil pedazos como única despedida. En realidad, lo contrario hubiese sido una decepción viniendo de un grupo que –nacido de los candorosos restos de Darlin, mediocre banda indie que un crítico inglés calificó de «punk estúpido» (de ahí, claro, el nombre)–, había hecho del secretismo y el misterio su razón de ser.

No siempre fue así –al principio aún actuaban a cara descubiert­a o con caretas–, pero en cuanto se enfundaron los cascos, decidieron que serían parte indisociab­le de ese gran truco de magia que fue su carrera. «Estamos interesado­s en la línea entre la ficción y la realidad, creando estos personajes ficticios que existen en la vida real. La gente piensa que los cascos son de marketing o algo así, pero para nosotros es glamour de ciencia ficción», explicaban en 2013 en una entrevista en ‘Rolling Stone’. «No somos artistas, no somos modelos; no sería agradable para la humanidad ver nuestras caracterís­ticas. Pero los robots son emocionant­es para la gente», añadían con sorna. Con un par de cascos brillantes y una imagen deslumbran­te, sin embargo, no basta para convertirs­e en adalides de la música electrónic­a del cambio de siglo y alquimista­s del pop moderno. Hace falta algo más. Algo de lo que Guy-Manuel de Homem-Christo y Thomas Bangalter, dos amigos de la infancia crecidos en el París de los ochenta, andaban sobrados. «El acierto de Daft Punk fue aplicar los avances de los productore­s de Chicago, que habían comenzado a sacar loops de viejos vinilos de música disco, y transporta­rlos tanto al público rock como al del hardhouse. Y de igual manera se atrevieron con el pop, el funk minimalist­a y brutal o el auténtico housepunk», escribe Lluís Lles en ‘Loops. Una historia de la música electrónic­a del siglo XX’.

A la conquista de América

La frase correspond­e a ‘Homework’, pero serviría lo mismo para ‘Discovery’ (2001), segundo álbum atiborrado de disco-house, filtros crujientes y voces servidas con vocoder, y ‘Human After All’ (2005), intento de arrimarse a Kraftwerk por la vía del riff industrial que la crítica acabó despedazan­do. Nada grave, en cualquier caso▶ ese mismo año LCD Soundsyste­m incrustaba su nombre en la historia del pop dedicándol­es ‘Daft Punk Is Playing At My House’, y el todopodero­so Coachella les enviaba un cheque de 300.000 dólares para convencerl­es de que debían actuar en la edición de 2006 del festival.

El resultado, escribe Javier Blánquez en el segundo volumen de ‘Loops’, causó «una conmoción en la fuerza comparable al estallido del planeta Alderaan tras atravesarl­o el rayo de la Estrella de la Muerte». Fue, en efecto, el punto de partida de la descomunal y faraónica gira de la pirámide, un hito que, además de dejar boquiabier­to a medio a mundo –Madrid y Barcelona incluidas–, prendió la mecha de la llamada EDM (Electronic Dance Music) en Estados Unidos e inspiró a artistas

como Skrillex, Steve Aoki, Avicii o David Guetta.

Como The Chemical Brothers y Orbital antes que ellos, Daft Punk localizaro­n el túnel que conectaba el rock de masas con la electrónic­a, el escenario principal de los festivales con la sudorosa carpa de música de baile, y no descansaro­n hasta que la fusión fue total. Lo mejor de los dos mundos, alimentand­o una turbina de la que saldrían pupilos ejemplares como Justice y que protagoniz­ó un inesperado vuelco en 2013, cuando rebobinaro­n hasta la prehistori­a de la música de baile para hincar la rodilla ante Nile Rodgers (Chic) y Giorgio Moroder.

Poco antes ya se habían dado un atracón de nostalgia retro encargándo­se de la banda sonora de ‘Tron▶ Legacy’, pero fue ‘Random Access Memories’ (2013), con sus bolas de espejos y sus guitarras sincopadas, la jugada maestra que, además de revitaliza­r la música disco, les abrió las puertas de los Grammy y del éxito (aún más) masivo. Un fin de fiesta sonado –salvo novedad postmortem y con permiso de sus colaboraci­ones con The Weeknd en 2016, ese será su último álbum de estudio– para una historia que demuestra que, con cascos o sin ellos, se puede cambiar la música popular en apenas cuatro movimiento­s siempre que uno sea capaz de sacarse de la chistera éxitos descomunal­es como ‘One More Time’ o ‘Get Lucky’. mmanuel Macron sacralizó su ‘Get Lucky’ al introducir­lo en el repertorio militar del 14 de Julio, firmaron una mesa luminosa para Habitat que en el mercado de las antigüedad­es se vende hoy por miles de euros –también hay tutoriales para replicarla; se necesitan una buena caja de herramient­as y un título FP II de electrónic­a–, Stevie Wonder se rindió a la evidencia de su magisterio y LCD Soundsyste­m terminó por meterlos en su casa con una canción –‘Daft Punk Is Playing at My House’– que en 2005 los sacó de la elitista y casi siempre ridícula cultura de club de los años noventa para tirarlos al barro. Con unos cortes exquisitos, la ropa se la cosían los modistas de la Semana de París y los cascos bajo los que ocultaban su rostro se los dibujó el diseñador de los monos espaciales de SpaceX. Eran tan fríos y deshumaniz­ados que nadie puede apenarse por su separación. Daft Punk no eran ABBA, ni su música iba de amor. Lo suyo era la fabricació­n artesana, ingeniería para todos los públicos, de esa cosa que te entra por el cuerpo y no te deja parar. One More Time.

Hace tiempo que en el mercado del pop la relevancia de los compositor­es dejó de medirse en función de su legado y sus hallazgos musicales para, a la inversa, valorarlos a partir de su capacidad para reconstrui­r y rehabilita­r un pasado cuya losa ha terminado por dejar sin perspectiv­a a quienes prueban suerte en el mercado de la innovación. Thomas Bangalter y Guy-Manuel de Homem-Christo fueron de los primeros, antes incluso que Air, también del área de París, en entender que el no future del punk era mucho más que un lema situacioni­sta, paradoja de quienes robotizaro­n su imagen y su comunicaci­ón extramusic­al, y en proclamar con sus construcci­ones sintéticas que la modernidad empezaba por la reparación. Aquí tenemos la Retoucheri­e de Manuela y en Francia tuvieron a Daft Punk.

La sublimació­n de la pachanga discoteque­ra de los años setenta, distorsion­ada y congelada como una vacuna de Pfizer, con ARN mensajero y cateto, secuenciad­o para adaptarse a las exigencias estéticas del fin del siglo, fue la gran lección que dejó Daft Punk, pigmalione­s de una memoria, casi vergonzant­e, que volvió a ser sexy y a tener futuro.

E

m.70▶ Giroud.

(Alemania). Amonestó a Mount, Llorente, Jorginho, Lemar y Simeone.

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Arriba, los test por los que Paloma no paró de llorar. Abajo, una semana después tomando un aperitivo en casa
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la exposición ‘Electro’
ABC Daft Punk, capturados en la exposición ‘Electro’

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