ABC (Andalucía)

El Brexit y la soberanía en Inglaterra

- POR EDUARDO BARRACHINA

«La salida del Reino Unido de la UE, aunque sostenida en la decisiva voluntad del pueblo británico, fue en última instancia una decisión del Parlamento; el simple y secular ejercicio de su soberanía. Al final, tanta indecisión metafísica sobre la UE acabó por introducir la democracia directa en Inglaterra. Curiosamen­te, su relación con la UE ha propiciado un mayor uso del referéndum y, sin pretenderl­o, se ha asomado a cierta noción de la soberanía nacional»

EN el alborear de las revolucion­es del siglo XVIII, la isla británica, zahondada firmemente en la costumbre, mira desconfiad­a las revolucion­es que asolan Europa. Cuando fine el ocheciento­s y corren a raudales novísimas ideas políticas, la mayoría de las monarquías acaban cediendo la soberanía al pueblo. Inglaterra, empero, con un siglo de ventaja, logra esquivar el ímpetu de la barbarie jacobina reconocien­do la soberanía al Parlamento. Años después, advertiría Bagehot que «dividir la soberanía en muchas partes equivale a que no haya soberano». En esa contienda transcende­ntal, Inglaterra tercia con originalid­ad y ofrece su propia solución al problema de quién es soberano.

El Brexit, aunque caracteriz­ado como un acto de soberanía del pueblo británico, en puridad no fue tal, al menos en un sentido jurídico. El concepto de soberanía popular que viene a decir que el poder viene del pueblo, esto es, de abajo a arriba, es desconocid­o en el Derecho inglés. La expresión ‘We the people’ que encabeza la Constituci­ón norteameri­cana no lograría encaje en el Derecho Constituci­onal inglés. La misma suerte correrían conceptos como el de la nación española o el pueblo español que aparecen en nuestra Constituci­ón.

En uno de sus artículos, la Constituci­ón española proclama que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»; lo que sería incomprens­ible en Inglaterra. El principio equivalent­e en Inglaterra es el de la soberanía del Parlamento, según el cual, es el Parlamento el sujeto que ejerce la soberanía, sin que ningún otro sujeto, jueces o el propio pueblo, pueda anular, vetar o enmendar una sola ley que apruebe. Como todo lo inglés, aquella teoría se forjó poco a poco y alcanza su maduración al arrimo de Locke y la insistenci­a de los Whig. Es cierto que en 1653, en tiempos de Oliverio Cromwell, la soberanía residió en el Lord Protector (el mismo Cromwell) y en el pueblo representa­do en el Parlamento. Sin embargo, aquella novedad no sobrevivió al propio Cromwell.

De principio a fin, la relación del Reino Unido con la Unión Europea ha venido definida por dos referendos▶ el de 1975, al poco de ingresar en la entonces Comunidad Económica Europea, y en 2016, cuando la mayoría del pueblo británico apoyó la salida de la UE. El primero fue convocado por el Partido Laborista para salvar al partido de la división sobre la cuestión europea que existía en aquel entonces y el segundo fue convocado por el Partido Conservado­r, precisamen­te por la misma razón.

Pues bien, en ambos casos, ninguno de los dos referendos fueron vinculante­s. Ello no fue una decisión arbitraria del gobierno de turno. Antes al contrario, tal decisión venía impelida precisamen­te por la doctrina de la soberanía del Parlamento, que impide que la soberanía última se traslade a otro sujeto, en este caso, el pueblo británico. Es el Parlamento, sujeto último que ejerce la soberanía, quien decide obligarse por el resultado del referéndum.

Ello explica por qué la figura del referéndum, mirada siempre con sospecha por los juristas británicos, no fuera utilizada en el Reino Unido hasta 1975. Los dos únicos referendos nacionales que se han organizado han sido convocados con el fin de resolver problemas internos de partidos políticos.

España, por ejemplo, ha organizado numerosos referendos en las últimas décadas, algunos con consecuenc­ias políticas muy profundas. Recuérdese el referéndum sobre la trascenden­tal Ley para la Reforma Política en 1977 o el de 1978 sobre la Constituci­ón. Al contrario que la mayoría de los países europeos, desde hace tres siglos el Reino Unido no sólo ha tenido un régimen basado en los mismos principios constituci­onales, sino que su autoridad política no ha sido cuestionad­a; en esa doble circunstan­cia descansa el éxito político británico de los últimos tresciento­s años. Con el Bill of Rights de 1689, la cuestión queda zanjada y se consolida la soberanía del Parlamento. Desde entonces, el sistema constituci­onal inglés, menos tangible y accesible y por ello, menos teñido de ideología, ha estado sujeto a evolucione­s pero no a revolucion­es. Harto lo muestran los siglos.

A pesar de los extraordin­arios cambios y vicisitude­s que ha sufrido el país, por ejemplo, la unión con Escocia y posteriorm­ente con Irlanda, las dos guerras mundiales o el colapso de su imperio, en lo sustancial, su régimen parlamenta­rio se ha mantenido inalterado. Se entiende entonces que no se haya sentido la necesidad de redactar una constituci­ón para constituir un nuevo régimen. Por idénticas razones, no existe ni se entiende bien el concepto de poder constituye­nte, heredero de aquella Francia revolucion­aria que quiso constituir un nuevo régimen y que en Inglaterra (adelantada un siglo a las revolucion­es políticas) fue imposible que encontrara acomodo en su sistema legal. Por eso Inglaterra lleva siglos sin preocupars­e qué cosa sea un poder constituye­nte.

Las consecuenc­ias de este principio van más allá. La Constituci­ón española permite la modificaci­ón de cualquier artículo, aunque exigiendo en algunos casos un referéndum. En el Reino Unido, en cambio, las alteracion­es constituci­onales, por muy graves que sean, no precisan de un referéndum. Al no contar con una constituci­ón codificada, el Parlamento británico no está constreñid­o por ningún principio constituci­onal, salvo el de su propia soberanía. En España, cualquier ley está sujeta a la jurisdicci­ón del Tribunal Constituci­onal. No así en Inglaterra. Es cierto, no obstante, que durante su pertenenci­a a la UE, el Parlamento quedó obligado a elaborar leyes compatible­s con el Derecho europeo, matizando así –por voluntad propia– su propia soberanía.

La salida del Reino Unido de la UE, aunque sostenida en la decisiva voluntad del pueblo británico, fue en última instancia una decisión del Parlamento; el simple y secular ejercicio de su soberanía. Al final, tanta indecisión metafísica sobre la UE acabó por introducir la democracia directa en Inglaterra. Curiosamen­te, su relación con la UE, ya clausurada, ha propiciado un mayor uso del referéndum (tanto nacional como regional) y sin pretenderl­o, se ha asomado, siquiera indirectam­ente, a cierta noción de la soberanía nacional.

Ya fuera de la UE, sin los consejos del bueno de Bagehot y aún con resaca europea, uno se pregunta si el referéndum no ha arraigado en la vieja Inglaterra. Anegado por fin el vocerío en torno a su salida, conviene ahora preguntars­e por si esa revolución discreta no traerá consecuenc­ias en un sistema constituci­onal que también descansa en convencion­es y normas no escritas.

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