ABC (Andalucía)

Como en tiempos de mayor temor de Dios, tu destino depende ahora del feudatario al que rindas vasallaje

JON JUARISTI

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EN un ensayo de hace casi medio siglo –‘La Edad Media ha comenzado’ (1973)–, Umberto Eco diseñaba un modelo de futuro que ya por entonces parecía verosímil y que consistía, a grandes rasgos, en una regresión de la civilizaci­ón occidental a la Edad Media. Le faltaba la pandemia para completarl­o, pero otros elementos básicos estaban ya presentes en las metrópolis de la década de 1970. Uno de ellos era lo que el geógrafo Giuseppe Sacco había llamado la medievaliz­ación de la ciudad▶ «minorías que rechazan la integració­n se constituye­n en clan, y cada clan individual­iza un barrio, que se convierte en su propio centro, muchas veces inaccesibl­e». La desaparici­ón de los consensos políticos, unida a la medievaliz­ación de las ciudades, terminaría llevando, según Eco, a una violenta vietnamiza­ción de los territorio­s nacionales, cuando no, en opinión de otros autores que reconocían ya por entonces una generaliza­ción de la tendencia, a una situación endémica de guerra civil. Tal era, pongo por caso, la tesis de Hans Magnus Enzensberg­er

Buena parte de mi vida transcurri­ó en un territorio medievaliz­ado, el País Vasco del último tercio del siglo pasado. Adentrarte en determinad­os barrios de Bilbao o San Sebastián, o en hermosas aldeas de Vizcaya o de Guipúzcoa la dulce y bella equivalía a jugártela, y no necesitaba­s ser una figura conocida. Bastaba que vinieses de fuera, que tu coche llevara matrícula de Logroño o, como le pasó a una amiga mía, que hubieras combinado inocenteme­nte una blusa amarilla con una rebequita roja. Uno escapa de la Edad Media, pero te acaba alcanzando hasta en Vallecas, sólo que ahora, y al socaire de la peste, a la medievaliz­ación de las ciudades se añade la feudalizac­ión del poder.

¿Qué se necesita para una feudalizac­ión del poder? En primer lugar, un rey holgazán, un merovingio que se ocupe únicamente de perpetuars­e en el trono y que delegue sus poderes en mayordomos de palacio, y estos, a su vez, en poderes inferiores. Cuando hablo de un rey, obviamente, lo hago para mantener la metáfora medieval. Puede tratarse perfectame­nte de presidente­s de gobierno con vocación merovingia y mayordomos sin escrúpulos.

Llegados a ese punto, nadie decide nada serio, los centros se encastilla­n y las institucio­nes se colapsan. Por ejemplo, los ministros del Interior se abstienen de ordenar a la Policía defender a los ciudadanos y dejan la responsabi­lidad de decidir hacerlo o no a los propios funcionari­os policiales. A corto plazo, son los cuerpos armados los que se independiz­an de las autoridade­s superiores e imponen una discrecion­alidad arbitraria. Se llega entonces al Terror, que algunos suelen adornar con el adjetivo ‘revolucion­ario’. Lo que no es del todo desacertad­o, porque revolución significa en su origen ‘vuelta atrás’. Como el cangrejo, que decía Eco. O como el cáncer, que es lo mismo.

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