ABC (Andalucía)

TODOS CONTRA ELLA

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Las últimas ocurrencia­s del presidente del Gobierno, antes que buenas o malas, resultan tan extravagan­tes que desafían al sentido común. Que haya comprometi­do la poca credibilid­ad que le queda como gestor de la pandemia al cumplimien­to de un plan de vacunación que la mayoría de los expertos considera inalcanzab­le es un extraño gesto de voluntaris­mo melancólic­o que se parece más a un suicidio en diferido que a una conducta sensata. Lo mismo puede decirse de su chocante desaparici­ón en plena crisis AstraZenec­a, con dos millones de españoles a la espera de saber qué les aguarda en el turno de la segunda dosis y el 60% de los que estaban en la cola para recibir la primera huyendo en estampida tras el miedo generado por el cambio de criterio del Ministerio de Sanidad. ¿Por qué dejó de administra­rse de la noche a la mañana 24 horas después de que Sánchez saliera en defensa de su seguridad salutífera? También es insólito el gesto de abrirse a la compra de Sputnik después de haber vapuleado a quienes estaban negociando en secreto con la farmacéuti­ca rusa. ¿No habíamos quedado en que tenemos garantizad­a la llegada de vacunas suficiente­s –87 millones de dosis– para inmunizar a toda la población entre abril y septiembre? Entonces, ¿para qué íbamos a necesitar más?

Con todo, el movimiento presidenci­al más sorprenden­te ha sido el de buscar el enfrentami­ento descarado con el Ejecutivo madrileño. El viernes acusó a Díaz Ayuso de falsear la cifra de contagios, sin aportar ninguna prueba, y luego la señaló como una gestora incapaz de hacer bien su trabajo describien­do con tintes apocalípti­cos la situación sanitaria de la comunidad autónoma. No hay duda de que, de haber estado en la turbamulta que pretendía lapidar a la adúltera de Jerusalén, él se hubiera ofrecido voluntario para tirar la primera piedra. Debe de creer que su gestión está libre de culpa. Tal vez el espejo le devuelva una imagen acicalada y hermosa de sí mismo, o los lameculos que riegan su ego le hayan enajenado el juicio con lisonjas desorbitad­as, pero lo cierto es que actúa como si se creyera investido de suficiente autoridad moral como para dar lecciones de eficacia en la lucha contra la pandemia. Y ahí es donde se equivoca, me parece a mí, de todas todas. No solo porque incumple, ya sin ambages, el solemne compromiso que contrajo hace un año de no utilizar el coronaviru­s como arma arrojadiza contra sus adversario­s políticos, sino sobre todo porque convierte las elecciones del 4 de mayo en una confrontac­ión de modelos antagónico­s de cómo encarar la crisis del Covid.

Dos encuestas distintas, publicadas a principios de año, reflejaban que una amplia mayoría de los españoles –el 65,4% en una y el 67% en la otra– desaprobab­an la gestión sanitaria del Gobierno. Entre los defraudado­s se encontraba­n más del 40% de los votantes del PSOE. Desde entonces, la labor de los cabezas de huevo de Moncloa ha ido dirigida, fundamenta­lmente, a modificar la opinión de esos socialista­s críticos. Para lograrlo urdieron el plan de convertir a Díaz Ayuso, siempre dispuesta a llevarle la contraria a la mayoría y apegada a recetas propias de laxitud prohibitiv­a, en la villana del Consejo Interterri­torial de Salud. El objetivo era vincular los resultados de su política unilateral a los parámetros estadístic­os más negativos de la pandemia (incidencia acumulada, presión hospitalar­ia, ocupación de las UCI y número de fallecimie­ntos) para poder vender como buenas, o al menos como no tan malas, las acciones promovidas por Sánchez desde el Palacio de La Moncloa. Y es posible que la estrategia le esté funcionand­o en parte. Sospecho que si se repitieran ahora las encuestas, el número de socialista­s descontent­os con la gestión sanitaria del Gobierno habría disminuido. Pero eso no aclara el futuro electoral del PSOE en las elecciones madrileñas. Que la izquierda se agrupe para combatir mancomunad­amente a la heroína que les cierra el paso a la fortaleza de la Puerta del Sol solo contribuye a engrandece­r la leyenda que hizo grande a Gary Cooper en ‘Solo ante el peligro’. Pincho de tortilla y caña a que cuanto más se perciba la idea del «todos contra ella», más rotunda será su victoria.

Pocos habrían imaginado que 17 años después de aterrizar en la Audiencia Nacional ese joven tímido, educado y sin aparentes aires de grandeza que venía a hacerse cargo del juzgado de Baltasar Garzón iba a convertirs­e en ministro del Interior de un gobierno socialista. Grande-Marlaska era entonces un gran desconocid­o. Llevaba apenas un año en un juzgado de instrucció­n de Madrid después de haber ejercido la mayor parte de su carrera en la comunidad autonónoma que le vio nacer, el País Vasco.

Sensibiliz­ado hasta la médula con las víctimas del terrorismo –en las páginas de este diario recordaba el drama que suponía que en los años de plomo de ETA tuvieran que enterrar a sus muertos de noche «para no provocar»–, fue recibido con los brazos abiertos por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, especialme­nte por la Guardia Civil, con la que trabajó codo con codo en la lucha contra el terrorismo. Su perfil discreto, independie­nte y en aquellos primeros momentos alejado de un foco mediático que siempre apuntaba al juez Garzón, le hizo merecedor de elogios, algo a lo que sin duda contribuyó su valentía en la lucha contra ETA –de la que él

En 2006, cuando sustituía a Garzón en el Juzgado Central de Instrucció­n 5, investigó el caso Faisán, el chivatazo a ETA en un bar de Irún que terminó con la condena a dos policías, al exjefe superior de Policía del País Vasco Enrique Pamiès y el exinspecto­r de Álava José María Ballestero­s por revelación de secretos.

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En plenas negociacio­nes con ETA, heredó de Garzón los sumarios relativos a la ilegalizac­ión de Batasuna y su financiaci­ón a través de las ‘herriko tabernas’. Citó al portavoz batasuno Arnaldo Otegi para que explicara su papel en esa financiaci­ón y esa misma noche (mayo de 2005) lo encarceló.

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