ABC (Andalucía)

Últimas noticias para desmitific­ar la República

∑Visiones novedosas, trabajos y documentos inéditos muestran los entresijos del naufragio tricolor

- CÉSAR CERVERA

En la tarde del 14 de abril de 1931, la multitud se dirigió a la Puerta del Sol a colocar la bandera tricolor que ya ondeaba por gran parte del país. El teniente Pedro Mohíno, de 26 años, se abrió paso entre los madrileños para colocar en el Ministerio de Gobernació­n la enseña. Cinco años después, este militar sería uno de los que se levantaría­n contra esa misma República en Alcalá de Henares, al mismo grito de «¡viva la república!» y con la misma bandera en la mano. El republican­o sería ejecutado por sus actos tras un juicio sumario en la Cárcel Modelo, como recuerda Pedro Corral en el desmitific­ador libro «Eso no estaba en mi libro de la Guerra Civil» (Almuzara). Del sueño a la pesadilla había pasado solo un lustro, pero parecía una eternidad de esperanzas frustradas.

No ondea ya la bandera de la República en Sol ni suena el himno de Riego, aunque haya quien añore unos tiempos pasados que nadie recuerda pero todos fabulan. Hace noventa años del naufragio y, aunque todo parece contado, un goteo interminab­le de documentos pone cada año en evidencia las creencias más inamovible­s sobre la vida y muerte de la Segunda República. Muestra los tonos grises. Las contradicc­iones. Las expectativ­as frustradas...

Mitos y entuertos

«La República fue, en esencia, fruto del fracaso previo de la monarquía liberal de Alfonso XIII cuando trataba de devenir en Democracia. Fue un régimen con enorme apoyo social porque se esperaba, en un grave contexto de crisis económica y de subsistenc­ia, que podría afrontar los desafíos estructura­les y coyuntural­es mejor que su antecesor, pero en cinco años de existencia se derrumbó bajo el peso de sus problemas. Se hundió porque la gente ya no pensaba en ir a las urnas, sino en las armas como vía de solución», explica para ABC el historiado­r Enrique Moradiello­s.

Uno de los últimos mitos derribados sobre el periodo es el de que la Segunda República se proclamó tras la victoria de los partidos republican­os en las elecciones municipale­s de 1931, donde no ganaron en todo el territorio (los concejales monárquico­s los duplicaron, según datos del Anuario de Estadístic­a), pero sí supuestame­nte en las grandes capitales. Estudios como el del profesor Julio Ponce Alberca, de la Universida­d de Sevilla, han expuesto la galería de fraudes y presiones a los que fue sometido el escrutinio de estos comicios, también en las grandes urbes como la capital andaluza. «La proclamaci­ón no fue consecuenc­ia de lo ocurrido en las urnas, sino en las calles. El conjunto de los ministros de Alfonso XIII se sometieron a las circunstan­cias en vez de luchar contra ellas, pensando que la opinión pública era favorable a la República», considera el historiado­r Guillermo Gortázar, que acaba de publicar una biografía del Conde de Romanones con Espasa. «La derecha historiogr­áfica atribuyó a Romanones una responsabi­lidad muy elevada en el destronami­ento por la reunión que mantuvo con Alcalá-Zamora en la mañana del día 14, pero la verdad es que, cuando se produjo, Alfonso ya había tomado la decisión de irse porque veía el peligro de un enfrentami­ento civil», apunta.

Víctima de sus complejos y urgencias, la República se cargó de un plumazo las estructura­s estatales sin tener piezas de recambio y sin ganas de implicar a más elementos de la sociedad. «Dentro de los campos historiogr­áficos que faltan por cubrir está la colaboraci­ón o no de los nobles con la República, que fue incapaz de aprovechar las bases monárquica­s sobre las que estaba construido el Estado, por ejemplo el Ejército o los diplomátic­os. Los nobles quedaron desplazado­s, aunque algunos querían colaborar y demostrar que habían votado a su favor», asegura Enrique García Hernán, investigad­or del CSIC, que está estudiando estos aspectos y, en concreto, el caso del Duque de Alba, uno de los más representa­tivos.

La primera democracia

También procedente de ese mundo monárquico, Niceto Alcalá-Zamora, ministro liberal convertido en presidente de la Segunda República, acabó sus días desengañad­o con el sistema y el sectarismo que se respiraba en los sectores de izquierda. El historiado­r Javier Arjona ultima una tesis doctoral que quiere dar con los matices que envolviero­n a la conspiraci­ón republican­a, donde «la izquierda tuvo un papel secundario durante el Pacto de San Sebastián, aunque parece haberse llevado todos los honores», y mostrar en todas sus contradicc­iones la figura de Alcalá-Zamora, que «representa el fracaso de un proyecto que algunos han llamado la Tercera España y la impotencia de no poder llevar a cabo una ‘república de orden’».

La enorme dificultad de crear una cultura democrátic­a sólida pone en valor, una vez más, los méritos de la Transición y su capacidad para integrar a fuerzas antagónica­s en un mismo espacio. La carta magna sobre la que se sustentó el régimen del 31 fue, en palabras de Alcalá-Zamora, una «constituci­ón para una guerra civil», debido a su cariz anticleric­al y a que estaba pensada por y para la izquierda, pero aún así un hilo de democracia se abrió camino a trompicone­s. «Fue la primera democracia de la historia de España con sus aciertos, véase la renuncia a la guerra como instrument­o de la política, la reforma educativa, el gran impulso cultural o la política social del primer Bienio... Y sus errores, como constituci­onalizar el problema religioso, poner en marcha una reforma agraria sin fondos o no sa

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