Marruecos desafía en público al Gobierno español
y tiene tantos asteriscos que la primera reacción de las empresas ha sido más de cautela que de alivio.
Además, existe una desmesurada fe en la llegada de los fondos europeos, que regarán nuestra economía con alrededor de 70.000 millones de euros a fondo perdido, siempre que seamos capaces de digerir este inédito atracón de inversión, lo cual es improbable dada nuestra constatada dudosa capacidad de absorción y gestión de fondos europeos.
Conviene recordar, además, que estas subvenciones se otorgan contra proyectos y que aquellas representan una parte minoritaria del total de la inversión que, por supuesto, corre a cargo de la empresa y de su capacidad de crédito en los mercados. Luego, vamos a inyectar en los mercados financieros necesidades de inversión privada por valor de unos 200.000 millones de euros, lo que, cuando menos, elevará el riesgo sistémico de la economía, sobre todo teniendo en cuenta que muchas de las tecnologías sobre las que se basan estas inversiones están pendientes de desarrollo fino y alguna se quedará en el camino ya sea en el ámbito de la descarbonización o en el de la digitalización. ¡Ojo con las burbujas que se pueden crear, que siempre acaban explotando!
Esta demanda de fondos para la inversión privada coexistirá en los mercados con las necesidades crecientes de financiación del Estado español. Con el dato de déficit público que acabamos de conocer –10,09% en 2020– se ha confirmado que la pandemia está saliendo cara en términos coyunturales y que no estamos haciendo nada por reducir el déficit público estructural, ese que no se va aunque vayan bien cosas y que según la Comisión Europea roza el 6% del PIB. Antes de la pandemia tuvimos seis años de crecimiento que podíamos haber aprovechado para poner en orden nuestras cuentas, y desgraciadamente no lo hicimos. En España, la hormiga sigue siendo la mala del cuento y la cigarra la que mola.
Como resultado, la deuda pública está abocada a un crecimiento permanente en términos absolutos durante los próximos años y la escasa voluntad política para atacar el problema hiere de credibilidad el compromiso de España de equilibrar las cuentas públicas, aumentando aún más la vulnerabilidad de la economía ante cualquier eventualidad que escape a nuestro control, que a día de hoy son casi todas.
Lo urgente ahora es resolver la pandemia, salvaguardar el empleo, el tejido productivo y las rentas de las familias. Y eso significa que a corto plazo necesitamos una política de gasto extremo más ambiciosa que la demostrada por el Gobierno hasta la fecha. Pero, para que este endeudamiento extra no nos acabe quebrando a largo plazo, necesitamos convencer a los que nos prestan el dinero de que lo vamos a devolver en tiempo y forma, y eso sólo es posible con un plan creíble de vuelta al equilibrio presupuestario. Un plan, deseablemente precedido de un consenso político, que debe reposar sobre la revisión de los niveles de eficiencia de los gastos y los ingresos públicos. Pensar que podemos afrontar este reto sin tocar el gasto público y haciendo reposar todo el plan en subidas de impuestos, como parece ser la estrategia del Gobierno, es ingenuo y temerario. Es imposible enjugar la parte estructural del déficit público sólo a base de impuestos sin dañar el crecimiento potencial de la economía. Y eso también lo saben los que nos prestan el dinero que no tenemos.
La ventana de excepcionalidad, discrecionalidad y provisionalidad que ha supuesto la pandemia para las decisiones políticas se está cerrando. La vacunación dará paso a una nueva etapa en la que los lastres de partida en la casilla de salida no son nada halagüeños. Déficit público entre el 6% y el 9%, más de un 120% de deuda pública respecto al PIB y una dudosa voluntad política de mirar más allá de la próxima cita electoral. Necesitamos un plan urgente, un plan de corto plazo compatible con ser sostenibles a largo plazo. Mientras tanto el futuro no está garantizado.