ABC (Andalucía)

El emperador, en Madrid

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hacer lo mismo que en Italia, donde modernizó el país y mejoró económicam­ente muchas regiones», explica el historiado­r Jonathan Bar Shuali, representa­nte en España de la asociación Souvenir Napoléonie­n, que recuerda que su interés en la Península era atacar a Inglaterra y hacerse con la minería y la lana.

Hinchado de poder, el emperador se aprovechó de las desavenenc­ias entre los Borbones para colocar en el trono a su hermano José I, ‘Pepe Botella’, el apodo que le pusieron los españoles a aquel ‘rey intruso’, a pesar de que no probaba el vino fuera de las comidas. A él le tocó lidiar con «una nación de doce millones de habitantes, valientes y exasperado­s» que se levantó muy pronto en armas.

La Guerra de Independen­cia resultó devastador­a para España. El conflicto se saldó con la demografía arrasada, el patrimonio artístico barrido, los huesos del Cid Campeador desenterra­dos y la Alhambra a punto de ser dinamitada, aparte de que la contienda sumió al país en una recesión industrial

Durante la guerra, figuras guerriller­as como la de Juan Martín Díez, ‘el Empecinado’, hicieron la vida imposible a los franceses. Estos jefes militares tenían varios regimiento­s a su disposició­n, perfectame­nte uniformado­s y científica de la que tardaría en salir. El segundo mayor telescopio del mundo, que estaba en El Retiro, fue destrozado por los franceses, mientras el Imperio americano empezó a hacer las maletas. La separación entre patriotas y afrancesad­os preconfigu­ró la lluvia de guerras civiles que estaban por caer sobre uno de los países que menos contiendas de este tipo había registrado hasta entonces.

Para Bonaparte, las cosas también vinieron torcidas. En su exilio, el corso reconoció que se había equivocado

Cuadro de Carle Vernet que muestra a Napoleón en Chamartín, recibiendo con desdén a los delegados de la Junta de Defensa de Madrid que rinden la ciudad a sus tropas

gravemente en España▶ «Todas las circunstan­cias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación, enmarañó mis dificultad­es». La ‘úlcera española’, junto a la ‘hemorragia rusa’, llevaron al colapso del Imperio galo.

Legado envenenado

Todavía hoy es difícil encontrar en la historiogr­afía española una visión neutra del conflicto, que simplement­e contextual­ice y explique el legado, bueno o malo, que dejó Napoleón a sus espaldas. No cabe duda de que José I, por indicación de su hermano, trató de congraciar­se con ciertas clases burguesas del país eliminando la tortura, las aduanas internas, los mayorazgos, reformando la policía, abriendo las puertas a la población judía y poniendo cerco a la inquisició­n. Las reformas urbanístic­as contribuye­ron a sanear y ensanchar ciudades como Madrid, donde quedó algo tan visible como la distribuci­ón actual de la Plaza de Oriente. No obstante, las circunstan­cias bélicas dejaron en papel mojado muchas de estas medidas y causaron más destrucció­n que creación.

El Estatuto de Bayona estableció las bases de la efímera monarquía, pero también sirvió para marcar la senda de muchos de los temas tratados en Cádiz. «La Constituci­ón de 1812 es impensable sin Napoleón, incluso cuando la hicieron sus enemigos. Si vas comparando artículo con artículo, comprendes que los liberales los crearon para solventar las carencias del estatuto», apunta Bar Shuali. Lo mismo ocurre con las consecuenc­ias indirectas del expolio al que fue sometido el patrimonio. El haberse llevado muchas obras no solo dio a conocer el arte español en el mundo, sino que permitió que muchas piezas, que estaban en mal estado de conservaci­ón, sobrevivie­ran al paso de los siglos. «Causaron un gran daño, intenciona­do o no, convirtien­do monasterio­s en caballeriz­as y usando libros para calentarse, pero también hubo franceses preocupado­s por proteger el arte, del mismo modo que hubo españoles y británicos destruyend­o patrimonio», considera Daniel Aquillué, autor de ‘Guerra y cuchillo’ (La Esfera de los Libros).

La presencia francesa y la resistenci­a contra estos contribuyó a crear tanto una identidad regional como una nacional que habría de marcar el resto del siglo en España. El sistema departamen­tal importado de Francia y la propagació­n de prensa regional dieron forma a un sentimient­o de identifica­ción con la provincia que, a su vez, encontró encaje en el mito fundaciona­l del estado-nación español. «Todos los países necesitan un enemigo común para crear su relato. Sin la guerra, no hubiera habido la explosión nacional del 2 de mayo», recuerda Bar Shuali.

MANUEL GODOY

JUAN MARTÍN DÍEZ

CORRESPONS­AL EN PARÍS

Napoleón Bonaparte (Ajaccio, 15 de agosto de 1769-Longwood, Santa Elena, 5 de mayo de 1821) ha caído de su pedestal imperial. Francia celebra los 200 años de su muerte con mucho aparato tradiciona­lista y un torrente revisionis­ta que califica al emperador de racista, imperialis­ta, colonialis­ta, antisemita, homófobo, precursor de los totalitari­smos… Emmanuel Macron, presidente de la República, presidirá varias ceremonias oficiales el miércoles, precedidas por un torrente de polémicas. Tarea vidriosa.

Hace años que Napoleón no está en ‘olor de santidad’ en la cúspide del Estado. Jacques Chirac, presidente de la República, rechazó participar en las ceremonias conmemorat­ivas de la batalla de Austerlitz. En su día, fue una afrenta inconfesab­le. Un presidente de la República, conservado­r, se negaba a participar en el recuerdo de una ‘obra maestra de la táctica militar’.

Golpe de Estado

En esa estela revisionis­ta, con muchos matices de todo tipo, hace apenas una semana Claude Ribbe, historiado­r, simpatizan­te de La República en Marcha (LREM), el partido del jefe del Estado, decidió dimitir de su cargo oficial, como consejero del Ministerio de Cultura, para subrayar sus diferencia­s con algunas celebracio­nes oficiales, protocolar­ias, explicando su decisión de este modo▶ «Hace años, publiqué un libro contra Napoleón que hizo mucho ruido. Algo tenía de panfleto, sin duda, pero panfleto con fundamento. No en vano, Bonaparate restauró la esclavitud en las colonias, tuvo comportami­entos autoritari­os muy próximos a los crímenes contra la humanidad. Consiguió el poder con un golpe de Estado, saboteando la democracia republican­a».

En su libro sobre Napoleón, Ribbe llegaba a escribir▶ «Impuso leyes racistas. Fue un dictador, que esperaba ser amo del mundo, antecedent­e de Hitler. El comportami­ento de un déspota misógino, antisemita, racista, no puede olvidarse indefinida­mente». Gracias a la obra de Ribbe y otros autores, muy críticos con la herencia bonapartis­ta, las celebracio­nes del bicentenar­io se han visto forzadas a incluir una componente crítica muy severa. Jean-Marc Ayrault, ex primer ministro, presidente de la Fundación para la Memoria de la Esclavitud (FME), está contribuye­ndo a un trabajo nacional de revisión de la herencia bonapartis­ta, y analiza el aniversari­o de este modo▶ «De entrada, Napoleón restauró la esclavitud, en Francia y sus colonias, en 1802, imponiendo un régimen colonial mucho más segregacio­nista que la monarquía del Antiguo Régimen. Como el resto de las cosas que hizo, consumó ese crimen sin escrúpulos, sin moral. Aquella decisión se inscribía en la práctica de su ambición imperial. La restauraci­ón de la esclavitud pretendía convertir el Golfo de México en un ‘mar francés’. El sueño americano de Napoleón era ampliar

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En sus últimos días de vida, Napoleón lamentó que la guerra en España hubiera servido de escuela militar a los británicos. El Duque de Wellington comandó a estas tropas en la península y también se destacó en Waterloo
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Vilipendia­do por la propaganda fernandina, el principal ministro de Carlos IV hizo las veces de tuerto en un país de ciegos. Fue el único en la corte que advirtió del peligro de tener a las tropas francesas cruzando España
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Sobre la tumba de Napoleón, en los Inválidos de París, se ha instalado una obra de Pascal Convert, que recrea el esqueleto de ‘Marengo’, el caballo que montó el emperador en la batalla de Waterloo, capturado por las tropas de Wellington. Ha provocado una agria polémica entre los historiado­res

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