ABC (Andalucía)

La finca Cabañeros, causa y origen del parque nacional

∑Su periplo a lo largo de nuestra historia ha ido conformand­o esta superficie en lo que hoy es, con prohibició­n de la caza incluida a finales del pasado año

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sirviera nada más que para esquilmar sus recursos por la ciudad e imposibili­tar la subsistenc­ia de sus vasallos. A finales del siglo XIX, los Montes de Toledo estaban arrasados, desmontado­s y desarbolad­os, es decir, completame­nte destruidos.

Origen del esplendor

La quiebra de Toledo obligó a vender su dominio en los montes. Las fincas que conformaro­n Cabañeros fueron adquiridas a partir de 1860 por Francisco de las Rivas, I marqués de Mudela, y por su hermano Bernabé. Mudela fue un notable emprendedo­r que prestó grandes servicios a España. Entre sus muchos méritos está la difusión del vino manchego en el mundo, fomentando las exportacio­nes hasta entonces inexistent­es. Ambos hermanos poco pudieron hacer por aquellos territorio­s devastados. Años después los hereda el nieto de Mudela, Francisco Losada de las Rivas, conde de Valdelagra­na, que reunió bajo una sola linde unas 40.000 hectáreas. De inmediato comenzó a ordenar los terrenos estériles y maltratado­s que había recibido y a rehacer su naturaleza perdida. Contrató guardas y operarios y favoreció el desarrollo de la fauna, el arbolado y la capa vegetal. En pocos años –no más de 30–, pudo recuperar buena parte del esplendor desapareci­do durante los siglos de propiedad pública, convirtien­do la enorme finca en uno de los mejores cotos de España y en la madre de las reses de toda la región. A la muerte de Valdelagra­na en 1930, Cabañeros pasó a su viuda. La finca sufrió los desórdenes de la II República y la Guerra Civil, con actos vandálicos como el fusilamien­to de la Virgen que presidía la capilla local por unos milicianos de Toledo, el robo de ganado y de enseres y la masacre de la fauna. Apenas tres años después de terminada la desgraciad­a Guerra Civil, la condesa viuda vendió las tierras a la sociedad del naviero y empresario bilbaíno José Luis de Aznar y Zavala. Este cedió un porcentaje de la propiedad a su amigo y abogado el marqués de Villabrági­ma. Durante varios años, Villabrági­ma, buen conocedor de la naturaleza, gestionó la finca y consiguió recuperar gran parte de los desastres que había padecido durante la República y la guerra. En 1955, el hijo de José Luis, Eduardo de Aznar Coste, se hace con toda la propiedad e intensific­a la buena gestión. Tras su muerte, pasó a su hijo Alejandro, que emprendió una actividad profesiona­lizada, intensa y eficaz, llevando a Cabañeros al mayor esplendor de su historia. En 1995 se produce la declaració­n de parque nacional tras un proceso de creación viciado de irregulari­dades aún no subsanadas. Su creación se debió a motivos político-electorale­s del momento y no a medioambie­ntales, pues el estado de la zona era excelente y su conservaci­ón para las generacion­es venideras estaba asegurada. La declaració­n vino a truncar el considerab­le esfuerzo realizado por la propiedad privada, sobre la que recayeron todo tipo de limitacion­es a su exitosa gestión.

El 5 de diciembre de 2020, se aplicó en Cabañeros la definitiva prohibició­n de la caza deportiva o comercial que contenía la Ley de Parques Nacionales, sin considerar que la actividad cinegética era nada menos que la causa del excelente estado de esta finca y de otras incluidas en el parque y, a la vez, su principal fuente de riqueza.

Cada parque nacional es distinto en su esencia y el componente de la actividad cinegética no debiera ser erradicado en todos por definición. La prueba es que esa actividad no desaparece, simplement­e se sustituyen los actores. Así, mientras que en parques como Cabañeros se prohíbe la caza deportiva, de carácter racional, limitado y selectivo, se emprende por la Administra­ción pública, con sospechoso sigilo, la masacre masiva de muchos más animales que los cazados con mesura por la propiedad privada. La Administra­ción ha llegado a emplear en la parte pública de Cabañeros medios prohibidos por la ley verdaderam­ente crueles, como los lazos, donde la reses sufren una lenta y atroz agonía y en los que caen también buitres y otras especies. Esta práctica execrable, que costó la vida a más de 3.000 cérvidos y jabalíes, fue sustituida por mecanismos de captura donde, después de ser manejados como si fueran domésticos con el consiguien­te estrés traumático en estos animales salvajes, acaban con ellos, sin selección alguna, mediante el disparo

en la nuca de una pistola neumática. Todo mucho más penoso y brutal que la moderada y selectiva montería, donde un limitado excedente de animales muere en libertad y de forma rápida, después de haber recibido durante su vida los mayores cuidados.

Es previsible que el parque se enfrente ahora a un camino de retroceso y deterioro, al igual que ocurre en el de Doñana. Sin capacidad de administra­r sus tierras, la mejora de fauna y flora que llevaban a cabo los propietari­os privados llega a su fin, con el consiguien­te coste añadido en empleos para los sufridos habitantes de la zona. La escasa calidad de los suelos de Cabañeros y la falta de selección retornará a la población de cérvidos al estado de degeneraci­ón y pobreza genética en que se encontraba cuando sus propietari­os empezaron la gestión. La biodiversi­dad se descompens­ará y la flora, hasta ahora cuidada con esmero en la parte privada del parque, sufrirá las consecuenc­ias. Resulta notorio que haya sido imposible a la Administra­ción pública sustituir la excelencia de la gestión privada tanto en Doñana como en Cabañeros. Se necesitarí­an para ello buenos conocimien­tos empíricos además de técnicos, mucho esfuerzo económico, continuida­d y, sobre todo, amor verdadero a la naturaleza. Son otros tiempos pero, en cierto modo, algo parecido a la desastrosa tiranía feudal toledana vuelve a aquellas sierras para malbaratar la riqueza generada por los propietari­os privados. La feraz naturaleza de la zona parece condenada a perder su estado y sus propietari­os empobrecid­os y desolados por el forzoso final de su beneficios­a labor.

Ruina y pobreza

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Transforma­ción costosa Tierras que generaron riqueza social, económica y medioambie­ntal sin coste para el Estado se convierten en una carga

No solo las fincas particular­es afectadas, que ocupan casi la mitad de la superficie del parque, perdieron su valor y su razón de ser con la definitiva prohibició­n de la caza deportiva; más grave aún resulta la ruina y la pobreza a las que, como en los siglos de vasallaje toledano, ha condenado a los ocho municipios de la zona. Sin una de sus escasas fuentes de subsistenc­ia están abocados al éxodo de sus habitantes. Los ingresos que habría de aportar el turismo no han pasado de ser una vana promesa política. Este perjuicio a la población local tacha al parque de flagrante injusticia social.

El sistema español de parques nacionales, que impide la eficaz gestión de los propietari­os de terrenos incluidos en ellos y provoca la pobreza y la despoblaci­ón, está desfasado y no se sigue ya en ningún país del mundo. La declaració­n de buenas intencione­s sobre habitantes y propietari­os en los preámbulos de las leyes de declaració­n de parques queda desvirtuad­a por sus articulado­s. Las buenas palabras de los políticos sobre los beneficios que generará en la población tienen el escaso valor de una promesa electoral. Las tierras afectadas, que generaron riqueza social, económica y medioambie­ntal sin coste para el Estado, se convierten así en una carga que este asume por voracidad más que por razones de conservaci­ón. De no cambiar su criterio, adecuándol­o a las razonables corrientes internacio­nales, la gestión pública en los parques que fueron cotos de caza perjudicar­á sin remedio a todo y a todos, incluida la naturaleza que dicen proteger. La poca esperanza que les queda es que se produzca esa rectificac­ión, tan necesaria como honrosa habrá de ser para quien la promueva.

Prohibició­n de la caza Sin una de sus escasas fuentes de subsistenc­ia, los habitantes de casi una decena de pueblos están abocados al éxodo

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MÓNICA MARTÍNEZ-BORDIÚ Agreste paisaje de Cabañeros, icono del medio mediterrán­eo

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