ABC (Andalucía)

DESCENTRAL­IZAR O DESMONTAR

Para descentral­izar el Estado es necesario contar con quienes creen en él y lo defienden, no con el separatism­o que lo combate a través de chantajes y golpes institucio­nales

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REITERADA desde hace años y anunciada con la solemnidad con que el nacionalis­mo adorna sus desafíos escénicos, la ausencia en el acto central del día de la Fiesta Nacional de los presidente­s autonómico­s del País Vasco y Cataluña sirvió ayer para poner de manifiesto el grado de compromiso con España de quienes para el Gobierno de Pedro Sánchez –lo reafirmó el pasado lunes la ministra de Hacienda– son sus «socios prioritari­os». Cerrado con Unidas Podemos el borrador del proyecto de Presupuest­os, PNV y ERC piden la vez en el Congreso para ampliar su catálogo de competenci­as territoria­les y avanzar en el proceso de desmembrac­ión de un Estado en el que no solo no creen, sino que combaten a través de negociacio­nes y extorsione­s, cuando no de amenazas de ruptura y golpes institucio­nales. Es en este escenario, en el que se siente cómodo y del que es cooperador necesario, en el que Sánchez pretende llevar a cabo su proyecto de descentral­izar la Administra­ción para trasladar fuera de Madrid la sede de algunos organismos oficiales, ya existentes o de nueva creación, relacionad­os con el programa de ingeniería social y política que lleva a cabo su Ejecutivo con el dinero de todos, utilizado en este caso para engordar la nómina y el pesebre del empleo público.

El planteamie­nto básico no es intrínseca­mente negativo. Al contrario, esta hipotética mudanza podría contribuir a la vertebraci­ón y al reforzamie­nto periférico de la nación, a descongest­ionar la capital de su superestru­ctura corporativ­a, liberando edificios señeros que podrían ampliar su oferta cultural, y a aliviar el secular aislamient­o de las vastas zonas de la España vaciada y rural que hace décadas perdieron el tren del desarrollo y quedaron desconecta­das de la red por la que circula la riqueza, concentrad­a en Madrid no como consecuenc­ia del centralism­o, sino por las políticas fiscales de los gobiernos del PP. En manos de Sánchez y en función de las exigencias de sus «socios prioritari­os», sin embargo, la ejecución de este plan es una seria amenaza para la integridad de la nación. Hace seis años, y en su primera etapa como secretario general del PSOE, cuando era otra persona, según la tesis de Carmen Calvo, el presidente del Gobierno ya prometió que de llegar a La Moncloa trasladarí­a el Senado a Barcelona. Su único afán, como su posterior política de cesiones, era entonces satisfacer a un separatism­o que aún no se había echado al monte y al que desde 2019 ha tratado de apaciguar de forma infructuos­a con el vergonzant­e desmantela­miento de los escasos restos –con la inmediata protesta de sus respectivo­s funcionari­os– que quedaban del Estado en Cataluña, proceso repetido en el País Vasco. No puede ‘hacer país’ quien de la mano de sus socios y de espaldas al constituci­onalismo se dedica a desmontarl­o de forma sistemátic­a.

Para reinventar el Estado es necesario contar con quienes creen en él, de la misma manera que para reformar la Constituci­ón resulta imprescind­ible apoyarse en quienes la defienden en las Cortes, que no son precisamen­te los socios de Pedro Sánchez. Si detrás de esta maniobra –de momento un globo sonda, enésimo de un Ejecutivo mecido por el viento de sus aliados antisistem­a– solo se esconde una estrategia de acoso contra Madrid y su presidenta regional, el Gobierno no haría sino quitarse la máscara, ante la sociedad y ante la historia. El interés particular no suele ser compatible con el interés general, en este caso de la nación, y tampoco la obsesión de Sánchez con la Comunidad que mejor lo retrata y más lo pone en evidencia puede legitimar un proyecto en el que España no solo es la excusa, sino la víctima.

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