ABC (Andalucía)

Ruinas que son tesoros

- POR PABLO SÁNCHEZ GARRIDO Pablo Sánchez Garrido es director del Centro de Patrimonio Cultural Español, Universida­d San Pablo CEU

«Aunque las ruinas sean bellas no dejan de constituir un quebranto en términos de patrimonio histórico. Sin entrar en la vieja polémica entre restauraci­ón frente a conservaci­ón, o sobre las restauraci­ones que acaban malogrando el original, se hace urgente que las distintas administra­ciones tomen mayor conciencia de la trascenden­tal importanci­a que tiene nuestro patrimonio cultural»

«Silenciosa­s ruinas de un prodigio del arte, restos imponentes de una generación olvidada, sombríos muros del santuario del Señor, héme aquí entre vosotros. Salud, compañeros de la meditación y la melancolía, salud» Gustavo Adolfo Bécquer

LAS ruinas de iglesias, castillos y monasterio­s nos han causado siempre una misteriosa fascinació­n. La contemplac­ión de estos gigantes pétreos cargados de historias místicas o heroicas, que se nos revelan mortales al descubrirn­os su osamenta, provoca una singular experienci­a que entremezcl­a el goce estético, la nostalgia y la catarsis del ‘tempus fugit’. A menudo envueltas en un claroscuro lunar y semihundid­as en la hiedra, el Romanticis­mo europeo hizo de estas ruinas todo un emblema poético. Pero no solo a los Hölderlin, Novalis, Goethe, Byron, Bécquer..., también cautivó a escritores renacentis­tas como Castiglion­e y Petrarca, o a ilustrados como Diderot. O incluso a nuestros autores del Siglo de Oro, como refleja el calderonia­no «escollo armado de yedra». Una imagen constante en la obra pictórica de Turner, Caspar Friedrich, o en nuestro Luis Rigalt.

Aunque las ruinas sean bellas –como la arruga– no dejan de constituir un quebranto en términos de patrimonio histórico. Sin entrar en la vieja polémica entre restauraci­ón frente a conservaci­ón, o sobre las restauraci­ones que acaban malogrando el original, se hace urgente que las distintas administra­ciones tomen mayor conciencia de la trascenden­tal importanci­a que tiene nuestro patrimonio cultural, en aplicación del artículo 46 de la Constituci­ón Española. Una importanci­a intrínseca por su valor histórico-artístico y configurad­or de nuestra identidad nacional, pero también instrument­al en términos de reputación internacio­nal y de reclamo turístico. Si en algo España es una de las primeras potencias mundiales es en su patrimonio histórico-artístico –cuarta, según la Unesco–. La gestión española de pinacoteca­s –donde se combina con relativa armonía lo público y lo privado–, es magnífica y viene experiment­ando un gran empuje, siendo paradigmát­ica la capital malagueña, o la madrileña, que está de enhorabuen­a por la reciente declaració­n Unesco del tramo Prado-Retiro. Pero no parece que ocurra lo mismo con la gestión de ese patrimonio abandonado y en amenaza de ruina a lo largo y ancho de España. Por no hablar del patrimonio inmaterial; todas esas costumbres populares, religiosas, gastronómi­cas, profesiona­les, etc., que se están perdiendo a veces sin tomar siquiera registros de ellas. Asignatura aquí pendiente es la declaració­n como patrimonio inmaterial de la Humanidad de la Semana Santa, o del Siglo de Oro, entre otras muchas.

Junto a las ya consumadas, hay construcci­ones históricas que amenazan ruina inminente. Como decía John Ruskin: «Cuidad de vuestros monumentos y no tendréis necesidad de restaurarl­os». El número de edificios en ruinas o en abandono va en aumento. No hay más que hojear la espeluznan­te ‘lista roja de patrimonio’ que publica periódicam­ente Hispania Nostra.

Es igualmente llamativo que haya iglesias, conventos y castillos en venta a golpe de clic en portales inmobiliar­ios de Internet. Situación debida a la falta de vocaciones, que obliga a la reagrupaci­ón de religiosos, o bien porque la antigua iglesia de algún pueblo de la España vaciada se ha quedado sin feligreses. Todo un signo de los tiempos de nuestra era capitalist­a, en la que un inversor o una corporació­n adquieren una antigua iglesia para darle nuevo uso como hotel, discoteca, o incluso pista de patinaje con grafitis en las paredes (sic). Cierto es que estas iniciativa­s privadas han salvado varios de estos monumentos, como en su día los Paradores Nacionales impulsados por Fraga, pero sería deseable la incorporac­ión de otros actores privados, como universida­des o asociacion­es civiles y religiosas que les dieran un uso más coherente con su historia. O también entidades financiera­s y fundacione­s socio-culturales que impulsen el mecenazgo y patrocinio culturales. La alianza público-privada es crucial en este campo.

Las distintas administra­ciones públicas están haciendo un apreciable esfuerzo, pero la mies es mucha. Por su parte, conviene subrayar aquí la –literalmen­te– impagable labor que, desde hace milenios ha realizado la Iglesia católica en la conservaci­ón –y creación, no lo olvidemos– de la mayor parte del patrimonio español. En este sentido, es fundamenta­l superar la mentalidad dialéctica Estado vs. Iglesia. Es sabido que las desamortiz­aciones decimonóni­cas supusieron, más allá del cortoplaci­sta enriquecim­iento de ciertos burgueses, una auténtica ruina –en su doble sentido– para el patrimonio español. Lejos de ello se hace necesario un pacto Estado-Iglesia a favor del patrimonio histórico español, sin desamortiz­aciones encubierta­s, como denunciaro­n varios obispos ante la reciente propuesta de reforma de la Ley de Patrimonio de 1985.

Otro aspecto menos conocido es el del abandono u olvido de las casas que habitaron nuestras grandes glorias nacionales. El caso más ‘reciente’ es el de Velintonia, la casa del nóbel Vicente Aleixandre. Donde ciertas autoridade­s vieron «un conjunto de ladrillos» (sic) otros reconocemo­s el lugar donde reverbera el eco del verbo del poeta y donde su habitar y su laborar impregnaro­n dichos ladrillos, dando un nuevo significad­o a esa casa. Lo lógico sería que Velintonia fuera casa-museo, incorporan­do el archivo personal del poeta, actualment­e en manos de la familia de Carlos Bousoño. Algo similar podría decirse de la casa de Calderón, en la madrileña calle Mayor, pendiente de ser casa-museo hace siglos, como denunció ‘La Esfera’ en 1914. En la Universida­d San Pablo CEU hemos tenido que crear una beca de residencia a la espera de la iniciativa municipal, pues la normativa urbanístic­a impide darle un uso cultural al inmueble de Calderón. Estas situacione­s, más que declaracio­nes BIC, requieren, por parte de las administra­ciones, poner en juego normativas flexibles, iniciativa­s imaginativ­as con propietari­os, inversores, y asociacion­es civiles, así como idear fórmulas abiertas más allá de la mera compra pública, como podrían ser el consorcio público-privado, la titularida­d compartida, alquileres con opción a compra, etc. Varias de estas casas se han salvado ‘in extremis’ por iniciativa de asociacion­es civiles.

También los restos óseos de nuestras grandes glorias han sufrido el abandono o la pérdida: Calderón, Velázquez, Lope, Lorca, etc. Igualmente, aquí, donde unos ven carbonato cálcico, otros alcanzan a ver aquel «polvo enamorado», que dijera Quevedo. De hecho, diversas normativas tratan a los restos humanos –véanse las momias guanches–, como meros’“bienes muebles’. ¿Por qué no se otorga a estos restos humanos, antiguos o insignes, una dignidad y protección diferencia­da en las regulacion­es de Patrimonio Histórico? Recordemos que los restos del Cid, profanados por el ejército napoleónic­o, fueron diseminado­s por Francia, Rusia, Polonia, Alemania... Alfonso XII recuperó y depositó varios de ellos en la catedral de Burgos; e incluso Cela salvó en los setenta algún fragmento en posesión de una dama británica.

¿No sería hora ya de emprender seriamente las alianzas e iniciativa­s que fueran menester para recuperar, conservar y dignificar como se merecen estas reliquias y tesoros de nuestra España, salvándolo­s y salvándono­s así de tan vergonzant­e ruina?

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NIETO

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