ABC (Andalucía)

‘Nacionalid­ad’: palabra veneno

1) «Condición y carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación» y 2) «Estado propio de la persona nacida o naturaliza­da en una nación»

- GABRIEL ALBIAC

EN el bello volumen de ‘Aforismos’ de Auden y Kronenberg­er, topo con este pasaje de Hannah Arendt: «Hasta su declive en el siglo XX, el territorio del Estado-nación ofrecía a todas las clases un sustituto de la vivienda privada de la cual habían sido privadas las clases pobres». Clave trágica de nuestro siglo: el Estado como sucedáneo afectivo.

Un contemporá­neo de Arendt, atrapado en la Alemania nazi, Victor Klemperer, disecciona­rá ese infierno que trueca a la nación en monstruo cálido con coste cero. Convertir en corteses asesinos a gentes hasta entonces civilizada­s, es un proyecto que exige inventar una lengua que fije el canon de valores a insertar en las mentes de todo hablante: esos valores, entonces, no podrán ya ser cuestionad­os. Trocado a partir de 1933 en un paria al cual se negaba aun el acceso a las biblioteca­s, el filólogo Klemperer, renuncia a su tesis doctoral sobre Dante y opta por asomarse a otro infierno: analizar el habla del Tercer Reich, lo que él llama –en irónico guiño al gusto hitleriano por las siglas– ‘LTI. Lingua Tertii Imperii’, la lengua del tercer imperio. Sobrevivió como malamente pudo. Pero sobrevivió. Y, hasta hoy, su libro nos sigue dando la más fría y la más justa entre las panorámica­s de los totalitari­smos de entreguerr­as: su clave de bóveda para mutar en monstruos a los ciudadanos más respetable­s (a sus antiguos colegas de la Universida­d, por ejemplo). «El veneno se encuentra por doquier. Es transporta­do por el agua potable de la ‘LTI’, y nadie está a salvo». La subjetivid­ad de cada uno de nosotros –y, con ella, nuestros íntimos afectos y emociones– está tejida por la lengua que hablamos. Y, de esa lengua, no somos los dueños; sólo los usuarios, los usados con la mayor frecuencia, casi siempre los siervos.

A mí, el artículo 2 de la Constituci­ón del 78 me devolvió el recuerdo de Victor Klemperer. Nadie fuerza en vano lo que en una lengua significan las palabras. Y eso se hacía –era entonces una evidencia que medio siglo después ni notamos– con un inocente término, que sería a continuaci­ón ajustado por la RAE a la medida de lo impuesto. Hasta entonces, por ‘nacionalid­ad’, el Diccionari­o daba leves variacione­s de lo que fijara su edición primera en 1732: «Afección particular de alguna Nación o propiedad de ella». El de 1970, que estaba en uso en el 78, daba dos sentidos: 1) «Condición y carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación» y 2) «Estado propio de la persona nacida o naturaliza­da en una nación». De territorio o comunidad específico­s, ni rastro. Luego, alguien dictó a la RAE lo que la Ley exigía (tercer sentido en la edición actual): peculiarid­ad de las comunidade­s con «una especial identidad histórica y cultural». ¿Qué es «especial»? ¿Qué no? Sí, «la lengua fue el agua potable que vehiculó el veneno».

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