Irene Montero y mi mujer
La persona a quien más admiro en este mundo es una mujer. Teresa es mi báculo, mi guía, mi motivo para luchar y para celebrar, mi alivio, mi refugio, mi aliento y la madre de mis hijos. Soy un hombre afortunado porque hace 26 años aceptó ser mi esposa. Salvo el nacimiento de Guzmán y Bosco, no recuerdo un día más feliz.
La admiro por su generosidad, sabiduría, sentido común, fortaleza, valentía, paciencia, compasión. Teresa es infinitamente mejor que yo y todo lo bueno que pueda tener se lo debo a ella. Es responsable de todos mis aciertos e inocente de todos mis errores. Es la única mujer de esta casa pero es la jefa. Se lo ha ganado, sus hijos y yo hemos sido lo suficientemente inteligentes para reconocer que nuestra vida es mucho mejor si nos dejamos guiar por ella. No hay mérito en eso, simplemente disfrutamos de la fortuna de resguardarnos bajo su ala.
Teresa no sujeta pancartas, no vive su feminismo con superioridad ni inventa derechos. No milita en ningún bando, sus reglas, dolorosísimas en algunos casos, han sido una molestia pero no le han impedido ejercer su trabajo, hacerlo con dedicación, esfuerzo, capacitación y una entrega impermeables a ese complejo plañidero de los nuevos malos tiempos y sus estigmas de probeta. Teresa se deslomó en un almacén poniendo precios, trabajó de dependienta, ascendió en su empresa, lideró equipos, viajó por medio mundo, se fajó en países donde molesta que una mujer negocie envíos y ventas. Sólo un accidente de tráfico de nuestros hijos le hizo parar, renunciar a una vida laboral de nómina abultada y volcarse en rehacer la cabeza quebrada por un sentimiento de culpa que sólo sentía su corazón porque ni ella ni yo estábamos cuando ocurrió. Fue su soberana decisión, como siempre. Nunca dejé de agradecerle que decidiera acompañarme en mi destino en Baleares, ese «hay que vivirlo, es un puesto chulísimo, seremos felices». Renunció a la redacción, hizo las maletas y ante mi vértigo soltó aquello de «pronto nos reiremos, ahora a buscar casa y colegio». No te sulfures, Irene, bájate de la soflama, que no hubo obligación sino acuerdo, apuesta y no impotencia, complicidad y no sometimiento. Vida en común, como siempre. Qué fortuna la mía, estar al lado de una persona como Teresa.