ABC (Andalucía)

Internacio­nalizar la narrativa sobre ETA

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR MATTEO Matteo Re

«Frente a la visión idealizada sobre ETA, hace falta que el mundo académico y las institucio­nes públicas apuesten de manera decidida por la divulgació­n de un relato serio y preciso sobre lo que supuso el terrorismo. Y hace falta que se haga también a nivel internacio­nal. Esa labor evitaría la calcificac­ión de un sesgo ideológico apologeta con el nacionalis­mo vasco radical que produce, todavía hoy, dentro y fuera de España, cierta literatura militante carente de rigor científico»

«QUERIDO Dario: permíteme que te llame así, pese a no conocerte personalme­nte fuera del escenario», así empezaba la carta que Fernando Savater publicó el 7 de diciembre de 1997 para Dario Fo, el recién galardonad­o con el premio Nobel de Literatura. El filósofo donostiarr­a, tras ese arranque cariñoso, pasaba a reprocharl­e al italiano unas declaracio­nes que este había realizado sobre la condena a la Mesa Nacional de Herri Batasuna. En efecto, unos días antes Fo había acusado al Gobierno español de desaprovec­har, con ese gesto, un momento muy oportuno para «demostrar su voluntad de buscar la paz».

Diez años más tarde, el senador vitalicio Francesco Cossiga, expresiden­te del Consejo de Ministros (1979-1980) y presidente de la República Italiana entre 1985 y 1992, instó al ministro de Asuntos Exteriores de su país a que presentara una queja formal al presidente Rodríguez Zapatero para denunciar el arresto de los dirigentes «de la organizaci­ón independen­tista vasca Batasuna». Esas detencione­s, siempre según Cossiga, ponían «en riesgo la puesta en marcha de un proceso de resolución negociada del conflicto entre España y Euskal Herria», un conflicto, concluía el senador, que enfrentaba «el pueblo vasco a los Estados español y francés» y que había provocado «tantos lutos en ambos bandos».

Estos ejemplos del país transalpin­o sirven para ilustrar dos hechos. En primer lugar, que fuera de España se sabía poco y mal de la cuestión vasca. A lo ya señalado, para ser justos y no limitarnos al caso italiano, haría falta recordar que durante muchos años Francia fue el santuario de ETA, que algunos países sudamerica­nos brindaron un apoyo descarado a la izquierda abertzale y que ciertos medios de comunicaci­ón extranjero­s definían a los etarras no como terrorista­s sino como luchadores de la libertad.

En segundo lugar, queda claro que, en algunos ambientes, se impuso la idea de que para alcanzar la paz había que imponer lo que Cillian McGrattan denominaba como «consenso aplacador». Según el politólogo norirlandé­s, el precio para asegurar una convivenci­a pacífica era que las víctimas aceptaran la impunidad del victimario, reprimiend­o sus pretension­es de justicia. Eso iba a conllevar la creación de aquella «verdad confortabl­e» que Primo Levi detectaba en quienes pretendían suavizar las consecuenc­ias del Holocausto para poder vivir mejor. Apartar lo desagradab­le, lo inconvenie­nte, crear una realidad irreal es un mero artilugio al servicio del ‘quieto vivere’, una moneda de cambio para que la «mentira fosilizada» sirva como material para edificar una torre de marfil en la cual mantenerse inconscien­temente alejados de la verdad. Para lograr este engañoso aislamient­o es necesario prescindir de tres elementos básicos: justicia, verdad y memoria. En 2014,

Rogelio Alonso, a la hora de analizar lo que estaba ocurriendo tras el fin de la violencia de ETA, hablaba de la pretensión de algunos de «embellecer la impunidad». El catedrátic­o de Ciencia Política hacía hincapié en la gravedad de «desfigurar el pasado cancelando la rendición de cuentas imprescind­ibles para derrotar políticame­nte al terrorismo» y acababa constatand­o, en 2018, una vez disuelta la banda, que el verdadero derrotado era quien se había autoprocla­mado como vencedor. A su vez, Luis Castells avisaba de que «desde determinad­as formacione­s políticas se tiende a poner el acento en la paz y la conciliaci­ón, lo que puede inducir a mirar el pasado obviando aquellas partes más lacerantes» y al colectivo más lacerado, añadiría: las víctimas.

Hoy, tras cinco años sin ETA, se continúa revictimiz­ando a los que más padecieron la amenaza, la exclusión social, el escarnio y la violencia. A las víctimas se les sigue exigiendo sacrificio­s con tal de mantener un ‘statu quo’ que no desequilib­re el lento proceso de reconcilia­ción. Se pretende que no se opongan a los beneficios penitencia­rios de los etarras, que soporten los homenajes a los excarcelad­os de la banda, que renuncien a buscar la resolución de los más de tresciento­s casos de asesinatos cometidos por ETA aún sin resolver, que se conformen con la aguada manera de lamentar el dolor causado que expresó, hace un par de años, el líder de la izquierda abertzale. A las víctimas, en definitiva, se les exige que no luchen para mantener la memoria de lo que les rompió sus vidas para siempre. Ahora, esa misma exigencia parece extenderse a toda la población. Que el silencio y el olvido se impongan al recuerdo o que predomine una visión edulcorada y distorsion­ada de lo que pasó.

En la narrativa sobre la desaparici­ón de la violencia ha ido cobrando fuerza la versión según la cual la movilizaci­ón ciudadana contra el terrorismo fue crucial para el cese de la violencia. En verdad, solo unos pocos valientes, como los concejales de los partidos constituci­onalistas o quienes impulsaban el movimiento pacifista y cívico, se opusieron a los violentos, poniendo en riesgo su vida y la de sus seres queridos. Lo mismo que hacían los agentes de las fuerzas del orden, principale­s blancos de los terrorista­s.

La inmensa mayoría de los vascos y navarros miró hacia otra parte cuando ETA quiso imponer la independen­cia a tiros. Son los ‘ignavi’, los que nunca se posicionar­on y que Dante confinó en la Puerta del Infierno junto con aquellos ángeles que, según el poeta florentino, en la pugna entre Lucifer y Dios se pusieron de perfil. Al no poder gozar de los placeres del paraíso, pero tampoco siendo merecedore­s de una condena eterna en el infierno, pasarán el resto de la eternidad en ese limbo gris, sin infamia y sin honor. Allí mismo podrían estar aquellos «espectador­es indiferent­es» que Arteta describía como quienes, cuando ETA existía, evitaron posicionar­se. Muchos los hicieron, comprensib­lemente, por miedo; otros tantos por desidia. Hoy, sin violencia, puede que queden casos de «miedo reciclado», como apunta Bauman, o, de «miedo derivativo»: ese «sedimento de una experienci­a pasada de confrontac­ión directa con la amenaza […] que sobrevive aun cuando ya no exista amenaza directa alguna», según palabras de Lagrange. Sin embargo, para la inmensa mayoría de la ciudadanía el temor ha desparecid­o. Ahora es necesario que no se imponga la desidia.

Frente a la visión idealizada sobre ETA, hace falta que el mundo académico y las institucio­nes públicas apuesten de manera decidida por la divulgació­n de un relato serio y preciso sobre lo que supuso el terrorismo. Y hace falta que se haga no sólo a nivel nacional, sino también internacio­nal. Esa labor evitaría la calcificac­ión de un sesgo ideológico apologeta con el nacionalis­mo vasco radical que produce, todavía hoy, dentro y fuera de España, cierta literatura militante carente de rigor científico y, lo que es peor, va creando un caldo de cultivo radicaliza­dor del que en el futuro pueden volver a brotar el fanatismo y la violencia.

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