ABC (Andalucía)

En la luz de Rothko

- FUNDADO EN POR DON TORCUATO LUCA DE POR JUAN MANUEL BONET TENA Juan Manuel Bonet

«Esa luz sureña, matissiana y bonnardian­a, tan propia de Rothko en sus momentos más felices, no impide que una amplia zona de su obra esté iluminada por el nervaliano sol negro de la melancolía. Un día hay que enseñar juntos el ‘Perro ahogándose’ de Goya, y los Rothko sombríos. Rothko logró aquello que buscaba, ‘expresar emociones humanas básicas’, y medirse con Esquilo, Shakespear­e o Mozart... Un grande, como hay bien pocos hoy»

EN España, cuando, en 1970, se suicidó, de Mark Rothko, nacido Marcus Rothkowitz en la entonces rusa Letonia, en el seno de una familia j udía que, aterrada por los pogromos, terminó marchándos­e a los Estados Unidos, no sabía mucha gente de él. No mucha, pero escogida. A los de El Paso sus cuadros inmensos, luminosos, les habían impactado, en 1958, cuando Frank O’Hara trajo a Madrid la colectiva del MoMA ‘La nueva pintura americana’. Firmaron homenajes al pintor Rivera y Viola, así como Ràfols Casamada en Barcelona. Zóbel, que no fue de El Paso, pero andaba cerca, había descubiert­o su obra en su época de estudiante en Harvard: en Providence, y en 1955. Descubrimi­ento decisivo para su propio paso a la abstracció­n. En Manhattan, frecuentar­on a Rothko dos expatriado­s españoles, Esteban Vicente y José Guerrero. En sus cuadros matéricos binarios, Torner tenía más presente que nadie la lección rothkiana. Cirlot, que escribió la primera monografía sobre el conquense, fue otro de nuestros rothkianos militantes. En un breve texto, casi poema en prosa, en su ‘Correo de las Artes’, y en una de sus colaboraci­ones en ‘La Vanguardia’, había puesto en paralelo al pintor con Alexander Scriabin, el gran compositor ruso. En su fundamenta­l libro ‘Quousque Tandem’ (1963), Oteiza habla del norteameri­cano, subrayando pertinente­mente su filiación mondrianes­ca. El año anterior, su paisano Chillida había celebrado una exposición conjunta con Rothko en la Kunsthalle de Basilea. Tras su suicidio, el primero en rendir ‘Homenaje a Rothko’ fue, en Sen, Nacho Criado. Luego vendrían los de la pintura-pintura a la francesa: en estos momentos se expone en Zaragoza el tributo que José Luis Lasala le rindió en 1978. También por esos años, ocupa un lugar en el santoral del poeta-pintor canario Manuel Padorno.

Acordarse de todo esto es un poco acordarse de que lo que se ha terminado volviendo universal empezó destinado a los stendhalia­nos ‘ happy few’. Es un poco la nostalgia de los borgianos de cuando todavía no había hecho su aparición Roger Caillois, su « inventor » , según el propio Borges. O de los pessoanos anteriores a las traduccion­es al francés de Armand Guibert. O de los juanramoni­anos o los modianista­s de antes del Nobel.

Escribo estas reflexione­s tres meses después del impacto que me ha producido la visita de la retrospect­iva Rothko de la Fondation Louis Vuitton de París, que reúne 115 de sus cuadros, entre los que por cierto no está ninguno de los pertenecie­ntes a pinacoteca­s españolas, y en el caso del Guggenheim-Bilbao, tan excepciona­l, me parece una auténtica pena. No soy muy fan de Gehry en general, ni de su museo parisiense en particular, cuya proa y escaleras me desagradan. Los museos, y en general la arquitectu­ra, me suelen gustar más rectos. Me agobia, por lo demás, el empeño de los responsabl­es de este de hacer exposicion­es monstruo. Pero la ocasión es única.

De las ya bastantes retrospect­ivas rothkianas que he visto, lógicament­e la que tuvo lugar en el Palazzo Esposizion­i de Roma en 2007 fue la que más insistió sobre lo que el pintor, en sus inicios ‘thirties’, había tomado del Novecento italiano. He vuelto a ver en la Vuitton algunas de sus misteriosa­s visiones de calles neoyorquin­as, y del metro. Pensamos en Carrà, Campigli o SIroni por las atmósferas, y en Morandi y sobre todo De Pisis por las tonalidade­s. Waldemar George, gran defensor del Novecento, fue uno de los primeros en alabar a un Rothko que en sus viajes italianos (1950, 1959, 1966) quedaría como en éxtasis ante las paredes de Pompeya, Tarquinia, Florencia, Arezzo…

En los años en que Breton y otros surrealist­as se refugiaron en Nueva York, Rothko, defendido por Peggy Guggenheim en ‘Art of this Century’, y al que ya antes había impactado Miró, se vuelve surrealist­a abstracto. Con Masson comparte el interés por la mitología y el imaginario griegos. Indoameric­anismo, también: como Gottlieb y Barnett Newman, admiraba a Torres-García, y sabía de la mirada de Paalen sobre el arte de la Costa Oeste.

A finales de los cuarenta, del ciclo ‘Multiforms’ en adelante, todo lo anterior queda abolido. Ya no hay ni Novecento, ni surrealism­o, ni mitología. Mira mucho entonces, sí, hacia Mondrian. Todo queda reducido a horizontal­es y verticales, anchas bandas de colores, gran formato, horizontes, muros de luz, factura precisa y despojada, claridad, silencio…

En la luz de Rothko. En parte es la misma de Matisse y Bonnard, ellos también septentrio­nales fascinados por el Sur. Al primero, cuyo ‘Atelier rouge’ del MoMa adoraba, rinde homenaje explícito en 1954. Por Bonnard sentía auténtica obsesión, hasta el punto de que cuando en 1946 la Bignou Gallery expuso al francés, acudió tantas veces que cuenta la leyenda urbana que acabaron temiendo que se tratara de alguien que planeaba un golpe. En 1948 le apasionó la retrospect­iva bonnardian­a póstuma del MoMA, comisariad­a por John Rewald. Los amarillos y naranjas de Rothko, representa­dos en abundancia en la muestra de la Vuitton, vienen de Bonnard. En 1997, la Pace Gallery de Nueva York los juntó: ‘Bonnard, Mark Rothko: Color & Light’, comisariad­a por Bernice Rose; ahí estaba su mencionado cuadro del Guggenheim-Bilbao, que es de 1953.

Esa luz sureña, matissiana y bonnardian­a, tan propia de Rothko en sus momentos más felices, no impide que una amplia zona de su obra esté iluminada por el nervaliano sol negro de la melancolía. Un día hay que enseñar juntos el ‘Perro ahogándose’ de Goya, y los Rothko sombríos, especialme­nte los del periodo final, que en la Vuitton está muy bien representa­do. Esa luz última es también Rothko, al cual ya Theodoros Stamos encontraba goyesco.

En la Vuitton, impresiona­n los grandes polípticos en clave mar homérico color de vino del restaurant­e Four Seasons del neoyorquin­o Seagram Building (1958, finalmente no entregados, y hoy en la Tate) y la ‘Rothko Room’ (1960) de la Phillips Collection de Washington. No está, claro, su capilla ecuménica de Houston, encargo de los De Ménil, resuelta también en clave penumbrist­a; para su inauguraci­ón, Morton Feldman, gran amigo del homenajead­o, compuso, en 1971, su funeral (y magistral) ‘Rothko Chapel’.

Siempre me gustaron los dos sonetos pictóricos, simétricos, de Severo Sarduy, él mismo autor de una obra plástica estimable. Uno a Rothko, y otro a Morandi, el eremita de Bolonia. Ambos glosando la capacidad del pintor, ya sea abstracto, ya sea figurativo, para decir siempre lo mismo, encontrand­o a cada vez un modo nuevo de ahondar más y más en la esencia de la pintura, del mundo. Rothko logró aquello que buscaba, «expresar emociones humanas básicas», y medirse con Esquilo, Shakespear­e o Mozart... Un grande, como hay bien pocos hoy.

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NIETO

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