Mujer contra mujer
Parece una broma que vaya a ser un letrado, tras una conversación, quien decida si el sexo sentido de alguien se corresponde o no con su sexo biológico
L Amayoría de solicitudes para efectuar un cambio de sexo en el Registro Civil, desde la entrada en vigor de la ‘ley Trans’, corresponden a hombres que desean mantener su nombre masculino. Es curioso que sean hombres, opresores y privilegiados, quienes mayoritariamente cambian su sexo. Sería lógico, en caso de fraude, lo contrario: que bastando ahora con una declaración de identidad sentida, y sin ser obligatorio ni el cambio de nombre ni la transición física, fuésemos las mujeres las que decidiésemos aprovechar todas las ventajas de ser hombre, acabando con la discriminación. Pero no es así, por lo que sea.
Leo además, en una información de mi compañero Marcos Ondarra, que hay miles de estos expedientes iniciados, pero los ya resueltos son poquísimos porque el personal letrado ha solicitado presenciar las comparecencias antes de autorizar el cambio, ya que con la redacción literal de la norma no hay modo de demostrar fraude de ley. Parece una broma que vaya a ser un letrado, tras una breve conversación, quien decida si el sexo sentido del compareciente se corresponde o no con su sexo biológico. Esto es lo que ha logrado una ley cuyo fin era, precisamente, la despatologización de la disforia de sexo: ahora no lo dictaminará un equipo de especialistas cualificados, dedicando al diagnóstico el tiempo y las pruebas necesarias, sino un funcionario por intuición tras unas preguntas rutinarias.
Ante esta imposibilidad de demostrar el fraude de ley sin pruebas indagatorias, y a cuenta del caso de la militar transgénero Francisco Javier (mantiene su nombre masculino y sus genitales tras el cambio de sexo), la también transexual y escritora Elizabeth Duval apelaba al concepto jurídico de buena fe y señalaba el caso como fraude. La prueba de ello era, únicamente, su propia convicción. Como lo sería la del funcionario de turno que concluyera lo mismo ante una declaración cualquiera de identidad sentida, único requisito para solicitar el cambio registral. Así, no hay ninguna diferencia objetiva entre la mera voluntad de Doña Francisco Javier y la mera voluntad de Doña Elizabeth Duval. Cualquiera esgrimida sería pura conjetura: ambos eran varones que afirmaron sentir que su identidad de género no se correspondía con su sexo biológico. La diferencia, en todo caso, sería que la primera mantiene su nombre masculino, lleva barba de dos días y el pelo corto; la segunda cambió su nombre por uno femenino, se maquilla y lleva el pelo largo. Ambas son lesbianas. La única razón para pensar que una es más mujer que la otra serían atributos típicamente femeninos, lo que es difícilmente encajable en una norma que defiende todo lo contrario. Así pues, solo puede ser un intento malintencionado de arrastrar al campo de los conceptos jurídicos indeterminados las deficiencias de una norma para que, como es ya costumbre, las posibles consecuencias indeseables no sean responsabilidad de sus ideólogos sino de los que deben aplicarlas.