Un viejo libro
«No digo ni mucho menos que vivamos la perfecta réplica de las circunstancias u objetivos que llevaron al nazismo al poder, pero sí que hay síntomas preocupantes en las sociedades occidentales, y a escala mundial. En España, en el resto de Europa y en América vemos una creciente frivolidad ante el imperio de la ley como fundamento básico por parte de los que deberían ser sus mayores defensores»
temente insegura. Los llamados a responder a aquel fuego rabioso fueron abdicando uno a uno de cualquier responsabilidad e incluso se sumaron al incendio.
Hitler construyó su relato sobre el pasmo de una generación carente de líderes y huérfano de referencias morales, coeva de las cenizas de la derrota alemana en la I Guerra Mundial, y no en menor medida, del aturdimiento frente a una crisis económica sin precedentes. Frente al desorden, ellos, los nazis, y sobre todo su führer, eran los únicos intérpretes legítimos de la voluntad soterrada del ‘volk’. La vida pública de Alemania quedó dividida entre vieja política –la casta, ni más ni menos– y la nueva y pujante militancia nacional, definida por la acción violenta y por la voluntad de trasformar radical y racialmente la realidad. En el camino, se sublimaron las líneas identitarias más excluyentes como elementos de definición de un individuo cada vez más cosificado. La sociedad devino en tribu. La deificación de las identidades excluyentes como contraposición a la idea de ciudadanía abierta fue un pilar fundamental de todo aquel siniestro proceso de sugestión colectiva.
Como jugador político de primer nivel, Hitler comprendió que para destruir a la república de Weimar el mejor camino no era la conquista revolucionaria del poder, sino el mendaz asalto al poder por medios escrupulosamente legales, como puerta de acceso a los mecanismos desde los que emprender la revolución desde arriba. En eso fue de nuevo pionero espectral de la licuación del imperio de la ley en Europa y en América que enturbia nuestro 2024, hoy como entonces bajo el manto de las más afanosas declaraciones de voluntad estricta de someterse a esa misma ley. En la Alemania nazi, la constitución de Weimar nunca tuvo que ser revocada. Bastó, desde el poder del aparato del Estado, el retorcimiento insoportable del orden legal, hasta hacerlo insignificante. Todo llevado a cabo con una inquietante mezcla de nihilismo con la fría precisión de un cirujano. A golpe de plebiscito.
Hitler leyó en lo más profundo de la mente de los líderes europeos de su tiempo. Conquistada Alemania, edificó sobre sus miedos e inseguridades los fundamentos de un nuevo orden, que suponía la muerte violenta del nacido tras la I Guerra Mundial. Un orden simbolizado ante todo por la Sociedad de Naciones y el mutuo, aunque imperfecto, compromiso de solucionar los conflictos mediante la conciliación. En apenas cuatro años, revirtió un curso razonable de las relaciones internacionales de la década de los veinte. Todo lo bueno construido desde la I Guerra Mundial, tras el trauma de un mundo en llamas, fue arrojado al vacío.
Y hoy como entonces vemos crecer aceleradamente la irresponsabilidad de muchos gobernantes. El uso de las mismas estrategias para alcanzar el poder al precio que sea, e incitar la división entre las sociedades. No digo ni mucho menos que vivamos la perfecta réplica de las circunstancias u objetivos que llevaron al nazismo al poder, pero sí que hay síntomas preocupantes en las sociedades occidentales, y a escala mundial. En España, en el resto de Europa y en América vemos una creciente frivolidad ante el imperio de la ley como fundamento básico por parte de los que deberían ser sus mayores defensores. Más y más fuerzas políticas, incluso las más venerables o que ostentan posiciones de poder, abdican en la práctica del cumplimiento de esa ley en beneficio del fomento rampante de la división. Mientras, no se quema el Reichstag, pero se asalta el Capitolio. Algunos líderes de la Unión Europea se sienten más cómodos en compañía de dictadores. Esos tiranos son vanguardia perversa al afirmar que el orden internacional de 1945 ha muerto, y que ya no necesitamos a unas Naciones Unidas, tan desnortadas, en cualquier caso, que cada vez se asemejan más a la Liga de las Naciones en sus últimos estertores.
Pero hoy somos más sabios, y deberíamos conocer los abismos a los que conducen el populismo, los lobos geopolíticos y los gobernantes de voz profunda y de escaso fondo, que predican la ley, al mismo tiempo que la pervierten, y nos convocan a un odio permanente. Sabemos donde nos conducen los que apelan a las diferencias y a dividir las sociedades en banderías delimitadas por la desconfianza y el rencor. Todo ello debería construir un músculo social más fuerte que el de la década de los treinta. Más capaz de resistir el desafío. Un paso de rango intelectual para ello es también saber y leer. Setenta años después, Alan Bullock nos habla no sólo del mundo de ayer; también de peligros reales del de hoy. Y nos da claves para evitar el negro pozo de oscuridad que hizo muy necesario su libro. Y que lo hace necesario hoy.