BOINAS, BIRRETES Y LOS VIEJOS MITOS DEL PP GALLEGO
Los populares han cargado históricamente, en su feudo regional por antonomasia, con el sambenito de ser el partido de la tercera edad y el campo. Sólo un voto transversal explica una nueva mayoría absoluta y relega a la condición de vestigio la división d
En la receta del éxito electoral del PP gallego hay una fusión de ingredientes. Quizás la más compleja de explicar sea el equilibrio entre las dos almas del partido, la que late en los entornos urbanos y la otra, más arraigada en la Galicia rural. Una que se maneja habitualmente en castellano; otra a la que más vale no hacerle renunciar al gallego como seña de identidad.
Hoy ambas conviven en armonía, conscientes de que solo la unidad alrededor del partido de Alfonso Rueda garantiza el buen funcionamiento de la maquinaria, una de las más eficaces de España, y obtiene los apoyos de una amplia mayoría social. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que el PP estuvo dividido entre boinas y birretes, una disputa soterrada entre familias populares en la que Manuel Fraga ejercía de árbitro, y que paulatinamente fue disolviéndose con la llegada de Alberto Núñez Feijóo. Poco queda hoy de aquella distinción, que evoca a un pasado en el PPdeG que se siente como lejano, casi ajeno. «Aquella división, que sí hubo en épocas anteriores, ya está superada (...), forma parte del pasado», sostiene Miguel Lorenzo, presidente local del PP en La Coruña; «Internet llegó a todos lados», apostilla con retranca. José Crespo, alcalde de Lalín (Pontevedra) y senador, considera «un tanto artificial» aquella terminología; y celebra que campo y ciudad jugaron «el mismo papel» el 18F. Ocurrió en su municipio —con casi un 64%, el de mayor apoyo para el PP entre los que cuentan con más de 20.000 habitantes—, que se divide 50/50 entre entorno urbano y rural (300 aldeas); y no se dieron grandes diferencias entre ambos. El politólogo de la USC Miguel Anxo Bastos tercia que la distinción entre boinas y birretes «está difuminada hace tiempo», y que nadie en el partido se va a adscribir abiertamente a uno u otro ámbito; «pero sigue existiendo», sólo que de forma «más discreta».
La dicotomía urbano-rural adquiere condición de vestigio, de mito. Como el de que una alta participación favorece a la izquierda: el PP subió en papeletas con una movilización récord.
O que los conservadores son «el partido de los viejos». Sólo un voto transversal explica el 47,4% —a la espera del CERA— que logró Alfonso Rueda. No es menos cierto que fue arrancar el escrutinio, entrar el voto de los núcleos más pequeños y plantarse el PP en 47 escaños, e ir descendiendo paulatinamente. Fuera del rural son impensables datos como el 90% de voto a Rueda en Quintela de Leirado, y en el entorno del 84% en Avión y Beariz, concellos todos orensanos; o más del 70% en otra docena de municipios. Claro que en Quintela de Leirado acudieron a las urnas 351 personas de un censo de 516, con la consiguiente distorsión. Pero en las ciudades el PP se movió en una horquilla entre el 44% y el 50% (Lugo, donde ganó en todas las mesas); salvo en Orense (39,3%) y Vigo (35,2%).
De los noventa...
Para comprender el fenómeno, hay que viajar a la Galicia de los noventa. El ‘PP del birrete’ era el que se articulaba alrededor de José Manuel Romay Beccaría, y en su mayoría procedía de Alianza Popular. Era una derecha de ascendencia democristiana, en sintonía con la dirección nacional del PP y articulada en las grandes ciudades de la región. Gustaba de una apariencia más sofisticada frente a su ‘némesis’. El PP ‘de la boina’ (procedente en su mayoría de las pleistocénicas Coalición Galega y Centristas de Galicia), no era una simplificación para referirse con cierta condescendencia a un determinado electorado, localizable en las comarcas del interior, sino también para la clase dirigente de estas zonas, que ostentaba no solo poder orgánico, sino institucional. Personalidades fuertes, apóstoles del ‘quid pro quo’, apóstatas del libre albedrío, hábiles negociadores en la sombra. No se movía nada en sus provincias sin que ellos lo supieran.
La boina podría ser agreste, pero su poder político era insuperable. Durante décadas las provincias de Lugo y Orense granjeaban al PP los mayores porcentajes de voto en elecciones generales y autonómicas. Un escalón por detrás, la de Pontevedra. Y en cada una de ellas, un nombre propio: Fran
EL ‘PP DEL BIRRETE’, MÁS SOFISTICADO, TENÍA ASCENDENCIA DEMOCRISTIANA. EN EL ‘PP DE LA BOINA’ ERAN APÓSTOLES DEL ‘QUID PRO QUO’
cisco Cacharro, José Luis Baltar y Xosé Cuiña, respectivamente. Tres figuras que, junto a Fraga, explican la construcción y perfeccionamiento de la máquina que es hoy el PP gallego, capilarizado en el territorio, identificado hasta con el último paisano de la aldea. No pasaban de ser sino una versión actualizada de los viejos caciques del XIX. El propio Baltar llegó a definirse como un ‘cacique bueno’ por su predisposición a ayudar al prójimo, aunque siempre hubiera una contrapartida en forma de voto.
Eran las formas de una política antigua que no gustaba en Génova 13. Fraga ejercía de avalista, parapetado en sus mayorías absolutas. Pero cuando las fuerzas empezaron a fallarle, José María Aznar vio un resquicio por el que empezar a debilitar esa estructura que escapaba a su control. Con el Prestige cayó Cuiña. Y los otros dos ya entendieron que los tiempos iban a cambiar.
La primera gran victoria del birrete fue la entronización de Núñez Feijóo como sucesor de Fraga. Criado políticamente bajo las faldas de Romay Beccaría –aunque por su origen orensano fuese boina 100%–, su liderazgo, auspiciado también por Mariano Rajoy, se basó en un equilibrio entre territorios, aunque siempre con un mayor peso de las provincias atlánticas. Fue Feijóo quien inició la senda de desmontaje del viejo PP de la boina. Aquel que exhibía músculo, recuerda Bastos, con su capacidad de movilización en fiestas populares masivas; las romerías que forman parte del imaginario colectivo –y que perviven de forma más modesta–. Lo vivió de primera mano José Crespo, director de la campaña electoral de 2005, quien evoca cómo aquellas poderosas baronías de la época del ‘león de Vilalba’ perdieron «peso específico» hasta devenir en liderazgos «menos acusados».
En 2007, Feijóo apartó a Cacharro Pardo de la candidatura a la Diputación de Lugo, que presidía desde 1983. La jugada pretendía aupar a José Manuel Barreiro en el cargo, pero Cacharro no perdonó. Guardó silencio y aceptó su jubilación forzosa, pero el PP perdió la institución en
esas municipales, torpedeado por candidaturas locales independientes tras las que muchos quisieron ver la mano de Cacharro. «Ya no es mi PP», se quejó. En Orense, sin embargo, Feijóo pinchó en hueso. Auspició un candidato alternativo al hijo de Baltar en el congreso provincial de 2010 y salió trasquilado. Perdió a manos de la saga familiar, que cosechó el apoyo de dos tercios del partido y lo celebró con un júbilo casi insultante, ante un Feijóo cariacontecido. Lo siguiente fue un armisticio, que mantuvo a Manuel Baltar al frente de la Diputación Provincial hasta el pasado año, cuando una multa a 215 km/h y los tristes resultados electorales del 28M lo movieron a entregar el bastón de mando. Lo que pudo ser un conflicto interno con escisión se resolvió de manera pacífica por Rueda.
Veinte años atrás la historia podría haber sido otra. Por mucho menos, su padre encerró a cinco diputados en un piso de Santiago y dejó en jaque la mayoría absoluta de Fraga, un entuerto que obligó a Rajoy a viajar a la capital gallega para buscarle solución. Todo aquel ruido alimentó la sensación del fin del fraguismo.
...a hoy
Disputas que han quedado en la noche de los tiempos. Hoy «no hay aquellos bandos, una de las fortalezas que tiene el PP es la unidad», compara Lorenzo, que pone como ejemplo la ‘pax’ entre los líderes provinciales que despojó de traumas a la sucesión de Feijóo en favor de Rueda. Bastos puntualiza que el poder rural ha pasado a ser menos «explícito», sin la ostentación de antaño; pero asegura que aún se hace valer, y que el año pasado, sin ir más lejos, impuso a Luis López (Rodeiro, 2.500) frente a Marta Fernández-Tapias (Vigo, casi 300.000) al frente de la Diputación de Pontevedra.
La politóloga Erika Jaráiz considera que el éxito del PPdeG el 18F se explica más a nivel de «partido» que de «líderes». El «secreto» del PPdeG, pondera, «sigue estando en su estructura y su implantación territorial, que hace que casi triplique en número de militantes a todos los militantes juntos del resto de partidos de Galicia». «El PPdeG es capaz de mantener sus disputas internas al margen a la hora de votar. En todos los partidos hay diferencias de opinión internas y barones, pero esto no supone un problema cuando se consigue mantener la unidad en torno al líder», añade.
Crespo otorga a Rueda el doble «mérito» de haber tenido bien engrasada la maquinaria del partido y el liderazgo interno «afianzado». Ganado, añade Lorenzo, con su gestión al frente de la Xunta. «Las divisiones internas se hacen más patentes» si se dan «malos resultados», apunta Jaráiz. No es el caso del PPdeG, que ya venía de un buen 28-M y un excelente 23-J. El 18-F lo confirma.
El PP gallego aprendió y aparcó en la era pos-Fraga las disquisiciones entre tigres y leones, milanas y gaviotas. Lo importante era la unidad. Hoy sigue funcionando.