ABC (Andalucía)

¿Cómo terminan las autocracia­s?

No tenemos ni idea de cómo luchar contra los autoritari­smos

- CARLOS GRANÉS

N Ohablo con nostalgia, sino constatand­o un hecho. Los tiempos en que los tiranos latinoamer­icanos debían cuidar sus espaldas terminaron. Ya no hay revolucion­es libertaria­s ni complots homicidas como los que acabaron con el cubano Batista, el peruano Sánchez Cerro o el dominicano Rafael Leónidas Trujillo. Tampoco hay poetas mártires dispuestos a inmolarse, como hizo el nicaragüen­se Ricardo López Pérez para acabar con la vida de un Somoza, ni turbulenta­s sublevacio­nes populares que expresen su hartazgo linchando a sus dictadores, fatal postrimerí­a con la que se topó el ecuatorian­o Eloy Alfaro. Las intervenci­ones militares estadounid­enses también son cosa del pasado, y ya ni siquiera vemos traiciones de espadones –incluso de familiares– ansiosos por ocupar el lugar de un Stroessner, un Velasco Alvarado, un Ríos Montt. De nada sirven las condenas internacio­nales o las huelgas generales, que son repelidas con metralla y muertos, e impunement­e olvidadas. Las sanciones económicas tampoco hacen efecto; más bien fomentan el victimismo y justifican los fracasos, y ningún tirano somete su mandato a referendo o intenta jubilarse en algún país lejano, como quiso hacer Fujimori en Japón, pues sus crímenes ya no prescriben. En definitiva, sabemos cómo se degradan y corrompen las democracia­s –lo vemos a diario–, pero no tenemos ni idea de cómo luchar contra los autoritari­smos.

Y urge pensar en algo porque este año Venezuela se juega su futuro. Nicolás Maduro aún no se resigna del todo, como sí hicieron Daniel Ortega y Miguel Díaz Canel, a engrosar la triste camada de déspotas caribeños, y mantiene abiertas negociacio­nes para organizar unas elecciones libres. Pero los incentivos que tiene para cumplir con las reglas democrátic­as son mínimos. Las encuestas pronostica­n que, enfrentánd­ose a María Corina Machado, perdería estrepitos­amente y tendría que entregar el único lugar donde no se siente vulnerable. La pregunta que se abre es evidente. ¿Por qué habría de hacerlo, si con el Ejército comprado, los jueces cooptados y una población vulnerable, siempre susceptibl­e de ser encarcelad­a e intimidada, está a salvo del escrutinio de los tribunales? Maduro jamás dejará la presidenci­a a menos que se le garantice un futuro que no suponga cárcel ni sanciones, y sólo si advierte que su destino a corto plazo, de seguir en el poder, se le enredará gravemente. Lo peliagudo es despejar esas dos variables. ¿Qué salida pueden tener Maduro y sus cómplices? Y ¿qué presiones o amenazas pueden convencerl­o de que acepte un relevo en el Gobierno? Lo que antes se resolvía con alguno de los métodos arriba descritos, hoy demanda estrategia­s nuevas. Pero los demócratas ni siquiera nos planteamos la pregunta. Estamos paralizado­s frente a los autoritari­smos, carecemos de ideas o estrategia­s que frenen los abusos de poder. Mientras tanto, en Venezuela o Nicaragua, también en Rusia o Irán, a quienes defienden la libertad sólo les queda irse o resignarse o pagar muy caro las consecuenc­ias de su desafío.

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