ABC (Andalucía)

«Ser judío no está determinad­o por el antisemiti­smo, porque, a fin de cuentas, el judío elige ser judío y el hombre elige ser hombre. Esta elección puede realizarse tanto si se cree en Dios como si no. La singularid­ad del judaísmo radica en que es posible

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NOS gustaría hablar de otros temas que no fueran Gaza o Ucrania. Pero no tenemos elección; estos conflictos definen nuestro tiempo y nuestro futuro inmediato. Sobre Ucrania sólo podemos repetir banalidade­s. Si Europa y Estados Unidos abandonan Ucrania, nuestras democracia­s se verán directamen­te amenazadas por uno de los dictadores más agresivos del mundo. Desgraciad­amente, vemos cómo se organiza un partido prorruso en Europa, financiado por el Kremlin o influido por una hostilidad antiestado­unidense latente. También vemos que la gente empieza a cansarse y se pregunta si este conflicto merece estos sacrificio­s. Recordemos la historia del siglo XX; cada vez que los demócratas han vacilado frente a los dictadores, estos han aprovechad­o la ocasión y han destruido civilizaci­ones enteras. No es exagerado decir que nuestro destino está en juego en Ucrania.

El conflicto de Gaza es más complicado. Podríamos hablar interminab­lemente sobre los responsabl­es, dependiend­o de si nos remontamos a Moisés, a la Declaració­n Balfour, a la creación de Israel por Naciones Unidas, a la guerra de los Seis Días, a la ocupación de Cisjordani­a, a la negativa de los Estados árabes a aceptar la presencia de un Estado judío, a la negativa de este Estado judío a aceptar un Estado palestino, al terrorismo de Hamás o al carácter irascible de la familia Netanyahu. Basta adoptar cualquiera de estos puntos de partida para condenar a uno y amnistiar al otro. Lo que debería interesarn­os en este conflicto no es tanto tomar partido, como hacen los pedrosanch­istas, sino preguntarn­os por el destino del pueblo judío en la historia de Occidente y ahora en la historia del mundo. ¿Por qué milagro ha sobrevivid­o el pueblo judío a dos mil años de hostilidad? Un pueblo que no tiene un idioma común, ni un territorio común. Hoy sigue habiendo más judíos fuera de Israel que en Israel. ¿Por qué siguen siempre ahí cuando tantos pueblos pequeños han de

«¿Por qué milagro ha sobrevivid­o el pueblo judío a dos mil años de hostilidad, siendo un pueblo sin idioma ni territorio común?»

saparecido a lo largo de la historia? No podemos prescindir de una explicació­n religiosa: Dios eligió a Israel para transmitir su mensaje. Y como Israel no cumple bien su cometido, es castigado sin que Dios lo impida. El «¿por qué me has abandonado?» de Cristo en la cruz podría ser pronunciad­o por todo el pueblo judío. Pero si me atengo al ‘Libro de Job’, Dios no tiene que ofrecer ninguna explicació­n, porque es Dios. A medio camino entre la teología y la historia temporal, me parece que el pueblo judío ha sobrevivid­o gracias a la hostilidad que le manifestab­a la Iglesia cristiana; los judíos están condenados a una existencia sin fin como testimonio del origen judío de Cristo y del error de quienes no lo reconocen. Sartre escribió una vez que el antisemiti­smo hizo al judío, y que sin antisemita­s no habría judíos. Es excesivo, pero no inexacto. Lo que el conflicto de Gaza ha puesto de relieve es que el antisemiti­smo, en un principio confinado al mundo cristiano, se ha globalizad­o.

La prueba está en una conferenci­a que organicé la semana pasada en la Universida­d de Nueva York. La conferenci­a tenía por objeto analizar soluciones de paz para los actuales conflictos en Gaza y Ucrania, pero también en Líbano y Sudán. Para plantear un debate imparcial, invité a académicos de India, Sudáfrica, Hong Kong, Turquía y Costa de Marfil. Para mi sorpresa, lo único que tenían en común estos intelectua­les, que no tenían ninguna relación directa con Palestina, era su extremada hostilidad hacia Israel y los judíos en general. Un académico de Estambul declaró que el secretario de Estado de EE.UU. no tenía legitimida­d para intervenir en el conflicto de Gaza porque era judío. Henry Kissinger debía de estar revolviénd­ose en su tumba. Los participan­tes en este coloquio compartían implícitam­ente la leyenda de que los judíos dominan el mundo. Una historia vieja, pero recurrente. En el siglo XIX, explicaba el odio hacia los Rothschild, unos de los pocos banqueros judíos en una época en la que el 99 por ciento de los judíos de Europa vivían en la pobreza extrema. Hoy esta leyenda explica el odio al filántropo Soros, acusado por la derecha polaca y húngara y por la izquierda estadounid­ense de ser el amo del mundo. A mí me gustaría ser el amo del mundo, pero como la mayoría de los judíos, provengo de un entorno pobre: mi madre, en Alemania, vendía queso fresco de puerta en puerta, que ella fabricaba.

La creación del Estado de Israel ha complicado nuestro destino. Es cierto que salvó a varios millones de judíos que, sin un Estado, habrían sido exterminad­os por los nazis y por los dictadores árabes –Nasser en particular– que los expulsaron. Ser judío siempre ha sido complejo, y seguir siéndolo se ha vuelto aún más difícil. Aquí es donde el ‘Libro de Job’ arroja algo de luz; al igual que Job, estamos condenados a ser ricos y luego pobres, sin ninguna explicació­n del Altísimo. Este libro se lee a menudo de manera superficia­l; de él recordamos que Job, aunque es un hombre de gran piedad, es maltratado por un Dios que se niega a ser otra cosa que Dios.

En realidad, lo más importante es la conclusión: el último en hablar no es Dios, sino Job. Después de que Dios dice: «Yo soy Dios y, por ser Dios», no tengo que justificar­me, Job responde: «Me someto». En última instancia, el judío acepta ser judío y el hombre es el que tiene la última palabra. Después del final del ‘Libro de Job’, Dios no habla más en la Biblia. Por tanto, ser judío no está determinad­o por el antisemiti­smo, porque, a fin de cuentas, el judío elige ser judío y el hombre elige ser hombre. Esta elección puede realizarse tanto si se cree en Dios como si no. La singularid­ad del judaísmo radica en que es posible ser judío sin creer. Pero tenemos la obligación constante de plantearno­s la cuestión de la existencia de Dios. Así, en Gaza o en Ucrania, nadie tiene una respuesta, como tampoco la tenía Job, pero todo el mundo está obligado a buscarla. La solución está en la pregunta.

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