Whitney, con la pureza del demonio
Me gusta hoy, por encima o por debajo del luto de Whitney, hacer una celebración del talento
Se nos ha ido febrero sin dar un énfasis para Whitney Houston, que murió ese mismo mes, en el 2012, por sobredosis. Durante muchos años, todo vivió en ella demacrado: el éxito, el fracaso, el talento que era talentazo. Está entre los naipes mejores de la arrastrada vida, Whitney, y yo creo que hace un triunvirato de oro con Madonna y con Michael Jackson en los firmamentos del pop; pero a estos se les dejó, aplaudidamente incluso, que fueran ángeles del mal, y a Whitney no. Vivió bajo la obligación de ser pura, o perfecta, como su voz insomne. Hasta los afroamericanos la censuraron en algún momento, porque «no era suficientemente negra». Sí fue sobradamente rica, en medio de una familia que frecuentaba todos los venenos. Y al final llegó a declarar: «Yo soy el demonio».
Tiene algo de tópico decir que se ha ido para ya no irse nunca, pero hay que decirlo. La eternidad nos la ha devuelto. No quiero extenderme haciendo ahora la glosa de su belleza silvana, o de su voz de metal en pie, pero sí quisiera certificar un momento que, con ella, levantamos la noticia del talento a la copa de una primavera alegre de visionarios del trinque, chulos del euro, políticos de merendero y otras mediocridades, con corbata o sin corbata. El talento es noticia muy pocas veces, salvo que vayas y te mueras, preferiblemente en Hollywood. El recordatorio de la necrológica de Whitney es para mí el auge del natalicio del talento, porque no todos los días se muere una chica con don de oro, como ésta. Vamos viendo que la temporada salvaje aúpa a los políticos como estrellas no sólo del telediario.
De modo que me gusta hoy, por encima o por debajo del luto de Whitney, hacer una celebración del talento. O sea, el milagro antes que un ministro, la voz antes que un portavoz, señor o señorita. Te pones una canción de Whitney, y parece que se apaña algo la vida. Ya sé que una canción dura un relámpago, y no sirve de mucho, pero sin música, a ver cómo íbamos a ser ricos por un momento los pobres. Después, que vengan los burócratas a cantarnos las inclemencias.