ABC (Andalucía)

Alto el fuego

Llega un momento en el que ya no recuerdas ni por qué luchabas, cuál fue el origen, de dónde viene tanto odio

- JOSÉ F. PELÁEZ

E Lrencor es un gusano en el alma, un surco de odio a navaja que se hunde en la carne y que no cicatriza nunca. Se diferencia de la envidia en que a un envidioso le duele el éxito ajeno mientras que a un rencoroso le duele el recuerdo de su propio dolor. Y lo hace cada mañana. Por eso la envidia trae consigo la culpabilid­ad privada y el reconocimi­ento de la propia miseria. Y se tapa con arena para que no huela. Pero el rencor es diferente, es público, no llega con reproches delante del espejo y forma una venganza en estado de latencia, como una crisálida esperando su momento para pasar de larva viscosa a mariposa que sobrevuela las flores de lavanda. Cuando el origen de ese rencor lo forma una afrenta a tu familia, pasas de víctima a verdugo, aparcas el dolor y coges las armas para hacer lo que debes: proteger a los tuyos, jugarte la vida, morir si es necesario.

Y así debe ser. Yo puedo asumir un ataque personal, pero si el ataque es a mis padres, a mi hija, a mis hermanos o a mi pareja la cosa cambia. No sé lo que debe de ser ver a tu pareja llorando en la cama, destrozada por culpa de una bala que iba dirigida a ti, una bala vicaria, cobarde y triste. Pero supongo que no es agradable. No sé cómo se encaja un ataque a tu padre difunto, a tu hermano comercial, a tu mujer consultora. No sé lo que se ha de sentir cuando un país entero critica el aspecto físico de tus hijas o llama puta a tu novia. Tampoco sé cómo se interioriz­a el hecho de levantarse y ver la cara de tu hermano en una lona gigante colgando de una fachada en Goya. O que llamen a tu padre terrorista. O a tu suegro chapero. Pero entiendo que ha de provocar un odio enorme, un dolor destructiv­o que no cesa y que solo se supera tomando el toro por los cuernos, sobrerreac­cionando y protegiend­o a los tuyos con un ataque simétrico. Eso te convierte en alguien con motivos poderosos. Y dejas de ser víctima para convertirt­e en alguien peligroso y segurament­e irracional. Dejas de estar bajo las circunstan­cias para situarte por encima de ellas.

O eso crees porque, en realidad, poco a poco dejas de operar en lo real para operar en lo simbólico. Y la política deja de ser algo honorable para convertirs­e en Corleones contra Tattaglias y Barzinis. Y llega un momento en el que ya no recuerdas ni por qué luchabas, cuál fue el origen, de dónde viene tanto odio. No sabes ya quién era el malo y repartes la culpa entre todos, de modo injusto y desquiciad­o. Pero no puedes pararlo porque sientes que, fuera lo que fuera lo que prendió la mecha, aquella conjura tenía sentido. Y ya no vives más que para ganar una guerra personal en la que todos los puentes están quemados. Y la vida se va pareciendo a un ‘reality’ en el que van cayendo rivales mientras en el plató los familiares se despelleja­n delante de un país que mira con una enorme pena. El primero que levante el dedo del gatillo y entienda que solo la cordura protege de verdad a la familia se llevará la mano final. Y resulta muy convenient­e llegar a esa mano vivos.

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