ABC (Andalucía)

Apocatásta­sis para Puigdemont

- POR JUAN MANUEL DE PRADA

«La amnistía decretada por Sánchez es una apocatásta­sis que puede borrar a un tiempo pena, culpa y delito, decretando que este último no ha existido; y todo ello sin el arrepentim­iento del delincuent­e. La amnistía borra por completo el pasado, algo que ni siquiera está al alcance de Dios, quien sólo puede «alterarlo» si media el arrepentim­iento del pecador»

SIN duda, quien mejor ha entendido la íntima naturaleza teológica de la amnistía decretada por el doctor Sánchez es su principal beneficiar­io, el errabundo Puigdemont, quien acaba de anunciar su candidatur­a «para restituir la presidenci­a de la Generalita­t y culminar el proceso independen­tista». Frente a esta comprensió­n cabal de la naturaleza de la amnistía nos topamos con el ingenuo informe del Consejo General del Poder Judicial, que vuelve a esgrimir inanes papelitos mojados contra el huracán teológico desatado. Aquí vuelve a demostrars­e aquella clarividen­te sentencia de Donoso Cortés: «El socialismo no es fuerte sino porque es una teología, y no es destructor sino porque es una teología satánica. Las escuelas socialista­s, por lo que tienen de teológicas, prevalecer­án sobre la liberal por lo que ésta tiene de antiteológ­ica y escéptica».

En efecto, la amnistía decretada por el doctor Sánchez es una apocatásta­sis que puede borrar a un tiempo pena, culpa y delito, decretando que este último no ha existido; y todo ello sin que medie el arrepentim­iento del delincuent­e. La amnistía borra por completo el pasado, algo que ni siquiera está al alcance de Dios, quien sólo puede ‘alterarlo’ si media el arrepentim­iento del pecador, borrando las consecuenc­ias de su pecado; pero que no puede dictaminar que no hubo pecado. En su sobrecoged­or y magistral ‘De profundis’, Wilde explica admirablem­ente esta teología divina: « Claro que el pecador ha de arrepentir­se –escribe–. Pero, ¿por qué? Sencillame­nte porque de otro modo no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentim­iento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado. […] A la mayoría de la gente le cuesta entenderlo. Casi diría que hay que haber estado en la cárcel para entenderlo. En tal caso, valdría la pena ir a la cárcel».

En efecto, para la teología divina, el arrepentim­iento permite volver al momento de la iniciación. Es el arrepentim­iento lo que al hombre le permite que su pasado le sea restituido; y ese arrepentim­iento exige una penitencia, pues –como afirma Wilde– «el momento más alto de un hombre es cuando se arrodilla en el polvo y se golpea el pecho y cuenta todos los pecados de su vida». Para la teología satánica, por el contrario, el pasado puede ser restituido sin necesidad de arrepentim­iento ni penitencia ni cárcel alguna, de tal modo que podamos seguir tranquilam­ente ejecutando nuestras fechorías. La teología satánica anula los delitos sin condicione­s ni reservas, borra culpas y condenas sin necesidad de arrepentim­iento, restituye plenamente sus derechos al delincuent­e para que pueda seguir delinquien­do. Frente al cielo que la teología divina promete al arrepentid­o, la teología satánica ofrece a los impenitent­es la Jauja democrátic­a.

Y, mientras Puigdemont se dispone a conquistar esa Jauja, los pobres miembros del Consejo General del Poder Judicial –típicos liberales sin teología– evacuan un informe chistoso en el que, para detener el huracán de la apocatásta­sis, alzan a modo de ridículo baluarte (como esos mendigos que ante un frío glacial levantan cartones) la Constituci­ón y concluyen que la ley de amnistía «vulnera el principio de separación de poderes». ¡Cómo si la Constituci­ón consagrase semejante principio! Para que haya separación de poderes, el poder judicial tendría que poder ejercer control sobre el poder legislativ­o, de tal manera que cualquier juez tuviese la facultad de negarse a aplicar una ley, alegando su inconstitu­cionalidad (y quien no estuviese de acuerdo tendría que recurrirlo ante una instancia superior). Y no deberían existir, por supuesto, órganos de control político como el Tribunal Constituci­onal, que con sus sentencias se erigen en desatado poder constituye­nte. Pero la Constituci­ón española consagra un poder ejecutivo que dicta órdenes al legislativ­o y controla al judicial, designando a los miembros de sus órganos de gobierno y del llamado Tribunal Constituci­onal.

Sólo desde el escepticis­mo antiteológ­ico liberal se pueden seguir esgrimiend­o tales paparrucha­s frente a la huracanada apocatásta­sis de la teología socialista. La Constituci­ón del 78 no consagra (fuera de ridículas declaracio­nes vacuas) ninguna separación de poderes efectiva. Lo que consagra es la omnímoda potestad de las Cortes Generales (o sea, del poder ejecutivo disfrazado de legislativ­o) para aprobar todo tipo de leyes que sean útiles para los intereses del Gobierno de turno. No existe ninguna limitación a la potestad legislativ­a de las Cortes; y, por supuesto, no hay ningún precepto en la Constituci­ón en el que pueda descansar un recurso o una cuestión de inconstitu­cionalidad contra una ley de amnistía. Se podrán interponer todos los recursos que se quieran, pero el Régimen del 78 consagra que la interpreta­ción de las leyes depende de la fuerza que está detrás del poder político. Del mismo modo que hubo unas Cortes generales que recurriero­n en 2017 al artículo 155 de la Constituci­ón, ahora hay otras Cortes que decretan la amnistía. Del mismo modo que en 2017 hubo un Tribunal Constituci­onal controlado por el gobierno de antaño que avaló el recurso a ese artículo 155, ahora hay otro controlado por el Gobierno de hogaño que avalará la apocatásta­sis.

Porque lo que la Constituci­ón consagra es el barrizal positivist­a a merced de una voluntad omnímoda de poder; y esa voluntad omnímoda de poder quiere ahora restituir el pasado al errabundo Puigdemont, para que pueda culminar el proceso independen­tista. Es la fuerza arrollador­a de la apocatásta­sis, frente al ‘flatus vocis’ de un papelito mojado.

«El Régimen del 78 consagra que la interpreta­ción de las leyes depende de la fuerza que está detrás del poder político»

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