ABC (Andalucía)

El comercio con los fantasmas

La literatura es una paradoja. Niega la realidad y la aviva. Como el fuego, alumbra la noche en la que vivimos

- CARLOS GRANÉS

E Simposible definir qué es la buena literatura y mucho menos dar con la clave secreta que garantiza una buena pieza, un buen libro. Kafka diría que es el comercio con los fantasmas, y yo rebajaría su definición comparándo­la con un milagro igualmente improbable, un buen dry martini. Palabras que filtran la realidad con una temperatur­a, un tinte o un aroma específico, a veces único, y que al leerlas reconstruy­en algo que se parece al mundo pero que no lo es. Porque la literatura además es una paradoja. Niega la realidad y la aviva. Como el fuego, alumbra la noche en la que vivimos, y abre puertas secretas a la periferia, a los sueños, a los instintos, a los puntos ciegos desde donde se recorre el mundo de forma distinta. El paseo es grato y provechoso si hay literatura. De lo contrario es una pérdida de tiempo.

En los años treinta, en América Latina, la literatura trató de recrear un nuevo mundo a imagen y semejanza de sus personajes vernáculos, de los usos, costumbres y padecimien­tos del indio, el negro, el montuvio, el gaucho. El acento se puso luego en otro lado. No en la vida exterior, visible y denunciabl­e, sino en el mundo interior. En la mentalidad mágica de estos mismos personajes, que explicaban la realidad apelando a los mitos y leyendas que habían asimilado desde siempre. Un giro de tuerca nos dejó sembrados un buen tiempo en el realismo mágico, ese truco de prestidigi­tación que alternaba la sorpresa y el pasmo ante la técnica moderna, incluso ante baratijas como los imanes y las lupas, con la apática reacción ante la presencia de fantasmas, alfombras voladoras o las epidemias bíblicas.

Vino también la experienci­a urbana y la cosmopolit­a y la autobiográ­fica y la distópica, mil cosas más, y hoy la literatura, para dicha de Kafka, vuelve a comerciar con los fantasmas. Pero con los de verdad, los que asustan porque alteran la cotidianid­ad y expresan un mal profundo, no con los mansos y rutinarios de García Márquez. Y si es así se debe a la argentina Mariana Enriquez. En España las presentaci­ones de ‘Un lugar soleado para gente sombría’, su última recopilaci­ón de cuentos, se han anunciado como conciertos de rock, con carteles pegados en las calles, y ‘Nuestra parte de noche’ acumula más de veinte ediciones.

La razón es que Enriquez ha dado con una fórmula nueva para hablar de la realidad latinoamer­icana. Lo suyo es un oxímoron, un naturalism­o gótico. En sus cuentos los engendros son un síntoma más, como la delincuenc­ia o la drogadicci­ón, de una hecatombe social; del deterioro de los pueblos que se quedan al margen de las rutas turísticas, o de la mengua de los barrios que sucumben a las quiebras económicas. Los fantasmas se manifiesta­n en sus cuentos como las pestes en tiempos de guerra o el hambre en medio de una sequía. Esa es su gracia, la mezcla de los dos planos. Mientras el fantasma reclama atención, con el rabillo del ojo, al fondo, alcanzamos a intuir el espeluznan­te drama social que lo genera. Y eso es lo que de verdad da miedo.

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