Una grieta en el tejado
«Una mentira se puede retocar sin perder su esencia; una verdad retocada simplemente deja de serlo. Intervenimos el lenguaje que usamos, la cara, nuestros cuerpos, las fotos y los vídeos que mandamos de nosotros mismos; intervenimos el discurso a través de las redes sociales para proyectar una identidad social concreta; intervenimos la tecnología. Ante esta cultura del retoque, ¿cómo responde tu identidad personal?»
TODO empezó con una fina grieta en el tejado. La lluvia y la humedad encontraron esa vía para llegar hasta las vigas maestras de trescientos años, pero lo que iba a ser un poco de masilla en la cubierta de la casona del siglo XVIII, reponer tejas y sustituir algunas piedras, terminó por ser una adecuación a los rigores del siglo XXI: ventanales en vez del porche abierto al viento, PVC aislante en la balconada para el ahorro energético, luces LED que consumen menos, paneles solares sobre un tejado que podría ser patrimonio universal, a pesar de la grieta. Ahora la casa es cómoda y eficiente, aunque también podría entrar en la Lista Roja de Hispania Nostra. En países como Francia, hay leyes que obligan a las nuevas construcciones a preservar no solo los volúmenes y estilos arquitectónicos sino también el tipo de materiales que se han de usar; todas las casas resultan así armoniosas y repetidas a lo largo del país como postales de un cuento del que no quieres salir, aunque de tan bellos tengan algo de escenario. Ante este péndulo de extremos, me pregunto dónde ponemos el límite que separa la conservación del inmovilismo, ¿cuándo el cambio es parte de la evolución y cuándo una involución? ¿Qué es lo intocable hoy en día?
La historia de la ciencia, la literatura, la política, la música o las artes avanza a base de romper los límites, y es ahí, en el cuestionamiento de cuál es la línea que separa el pasado de un futuro por concebir, donde surgen las nuevas dialécticas, sonidos y estéticas que llevan siglos configurando el pensamiento, el paisaje y hasta los gustos actuales entre los que nos movemos. Las casas de ahora no tienen nada que ver con las de hace un siglo, aunque se recuperen l as l í neas l i mpias de la Bauhaus, y la música tampoco, aunque los clásicos empapen las bandas sonoras de la industria cinematográfica, cuyos compositores parecen directos herederos de la narrativa sinfónica, hoy perdida en medio de ‘ hits’ y ‘singles’ de ‘fastfood’.
Los cambios no son malos, son inevitables. Cada periodo alumbra lo nuevo, ya sea rompedor e incómodo, liberador y majestuoso, feo, inexplicable, dañino, y sucede aunque esa evolución nos haga parecer incultos, perturbados o incapaces. Que se lo digan a Beethoven cuando estrenó la ‘Séptima sinfonía’ y Friedrich Wieck, padre de Clara Schumann, dijo que solo podría haberla escrito un borracho, o según Carl Weber, alguien a punto de ser ingresado en un psiquiátrico. ¿Y qué decir de científicos como Copérnico o Galileo, perseguidos por sus hallazgos? Si ellos asentaron las bases de la física, en la música el genio alemán se apoyó sobre el sonido heredado como en una viga maestra y construyó sobre ella una nueva estructura musical en la que nos seguimos cobijando cada vez que lo escuchamos. El problema, por tanto, no es retocar la realidad, a la vista está que la historia de la humanidad está hecha de cambios, desobediencias e incluso casualidades que alentaron la luz: cada cambio, para sus coetáneos, es difícil de asimilar, pero nuestra era se enfrenta ahora a un reto añadido ya que hemos equiparado nuestra capacidad de cambio al poder de tergiversar lo real, y sin la noción de lo intocable como clave de bóveda, nos estamos quedando sin referencias, a la intemperie.
Una mentira se puede retocar sin perder su esencia; una verdad retocada simplemente deja de serlo. Intervenimos el lenguaje que usamos, la cara, nuestros cuerpos, las fotos y los vídeos que mandamos de nosotros mismos; intervenimos el discurso a través de las redes sociales para proyectar una identidad social concreta; intervenimos la tecnología. Ante esta cultura del retoque, ¿cómo responde tu identidad personal, esa noción íntima del yo que tiene voz propia y traduce estas palabras en sentidos y réplicas en tus sienes? La casa retocada sigue siendo una casa, el texto creado por un algoritmo sigue siendo una redacción, y la familia real británica sigue siendo una familia a pesar de la manipulación de sus imágenes, pero todo desprende un tufo a ficción realista, como ese puente romano colmado de musgo y humedades y marcas del artesano que pulió sus piedras, pero cerrado al público por riesgo de hundimiento.
Llevamos toda nuestra historia retocando: los planos de las catedrales fueron retocados a medida que se erigían; Velázquez retocó ‘Las meninas’; a diario al recordar, retocamos lo vivido; este texto ha sido retocado decenas de veces, ¿por qué ahora es distinto y no sabemos parar? Borges decía que un libro no se acaba hasta que entra en imprenta, pero detrás de la polémica y el desarrollo de programas de inteligencia artificial para crear lo nuevo, me pregunto qué cincel mental estamos usando para que el proceso evolutivo, lento y sutil, nos haya traído a un presente en el que se prima la veracidad y no la verdad de lo que nos rodea. Lo intocable ha pasado de ser un concepto elevado a una idea anacrónica en el momento en que perdimos el respeto a lo real, y ante esto, no resulta extraño que las ciudades, como las caras, o nuestras fotos, se parezcan tanto entre ellas. No es solo el fenómeno que aprieta a las urbes, con ese sentido ‘franquificial’ del espacio, es también esa franquicia de la belleza que hace que los retoques en medicina estética se hayan incrementado un 215 por ciento en diez años, según la Sociedad Española de Cirugía Plástica.
Lo intocable siempre fue y será la verdad, lo inamovible de las certezas fue el refugio físico y moral de las generaciones que nos precedieron: saber que la Estrella Polar siempre marcaba el norte, que el sol salía por el oeste y aseguraba las cosechas determinados meses al años y que Dios era la respuesta a todas las cosas fueron las tres dimensiones de la realidad más básica sobre la que evolucionó el ser humano. Ahora somos capaces de crear herramientas infalibles de navegación, la libertad de movimiento ha sido una conquista social y económica, y todas las respuestas están en Google, donde a diario surgen dioses de quita y pon. La línea que separa lo intocable de lo manipulable es cada vez más fina, y en este fluir del tiempo cada vez menos denso, algo se está evaporando por la grieta del tejado. Supongo que será nuestra esencia, o quizá solo estemos borrachos.
CADA vez que Sánchez se encuentra en apuros, no duda en activar causas que considera beneficiosas para sus intereses electorales. La memoria histórica y el uso ventajista de la Guerra Civil y de la dictadura franquista es uno de sus recursos habituales. Esta semana, el intento de capitalizar el dolor de las víctimas ha aumentado cuantitativamente y el presidente del Gobierno organizó, fuera de agenda, una visita al Valle de Cuelgamuros para retratarse ‘in situ’ con los restos mortales de las exhumaciones. La frivolidad con la que Pedro Sánchez y el ministro Ángel Víctor Torres intentaron rentabilizar su visita generó un previsible malestar en los familiares de los asesinados que llevan aguardando más de nueve meses para poder acceder a los restos mortales de sus seres queridos. Unos restos que sólo pertenecen a sus familiares y que deben ser tratados con un pudor y un cuidado infinitamente mayores que los demostrados por nuestro presidente del Gobierno.
Todas y cada una de las víctimas de los dos bandos de la Guerra Civil y de la posterior represión franquista merecen un tratamiento acorde con las políticas de verdad, justicia y reparación. La protección de la dignidad de quienes murieron violentamente en el capítulo más negro de nuestra historia reciente requiere una aproximación política que dista mucho del ventajismo que muestra el PSOE desde que José Luis Rodríguez Zapatero aprobó una norma que no sólo nacía con vocación divisiva sino que, además, ha mostrado una falta de operatividad real. Cualquier español tiene derecho a acceder a los restos mortales de sus seres queridos y todas las exhumaciones deben estar garantizadas por políticas públicas eficaces. Sin excepción. Estas medidas reparadoras, destinadas a custodiar la memoria de quienes sufrieron una violencia injustificable contrastan con el exhibicionismo moral de quienes sólo buscan alimentar la división como una fuente de legitimación.
Que el PSOE sea capaz de pactar precisamente con Bildu una ley de memoria democrática que extiende de facto la dictadura hasta el año 1983 demuestra de forma inequívoca hasta qué punto los socialistas están sirviéndose de un dolor irreparable para impulsar una agenda propia y contraria, por cierto, a los valores que dicen defender. Las premisas que emplean no solo son falaces, sino que la espectacularización de algunas de las medidas promovidas por el Partido Socialista, como la exhumación televisada de Franco, son una prueba evidente del escaso respeto que el Gobierno siente por los afectados reales. La política del muro que Sánchez reivindica y por la que será recordado es lesiva en el presente, pero resulta especialmente indecorosa cuando se proyecta hacia el pasado.
Las víctimas no son un capital electoral, sino que son personas concretas con rostro, nombres y apellidos, que sufrieron la fractura política de un país y la violencia de quienes creyeron oportuno acabar con sus adversarios. Los años 30 del pasado siglo, por cierto, no son un período al que el PSOE pueda mirar con especial orgullo, ni la trayectoria del partido de Sánchez en aquellas décadas es un ejemplo democrático. Nuestro país fue capaz de consensuar una Transición ejemplar y aún tiene por delante un largo camino que recorrer en la construcción de un marco de concordia. Que Pedro Sánchez se sirva de la memoria y de la dignidad de las víctimas de una manera tan impúdica no sólo dificulta este proyecto, sino que vuelve a alimentar una discordia divisiva y contraria a la convivencia entre españoles.
El presidente Sánchez y el ministro Ángel Víctor Torres demuestran su falta de sensibilidad al exhibirse frívolamente en las exhumaciones de Cuelgamuros