ABC (Andalucía)

Los locos de Velázquez

- FUNDADO EN POR DON TORCUATO LUCA DE POR ALEJANDRO DEL RÍO HERRMANN TENA Alejandro del Río Herrmann

«De Velázquez pudo decir un Rafael Mengs que pintaba la verdad como aparenta ser, «sin decidir» las cosas. Pero este poder de aprehensió­n sensible no se resuelve en lo que el pintor y teórico neoclásico entendía por «estilo natural». Como tampoco se explica con el «realismo español» que ponderó un Carl Justi, por mucho que en los inicios de Velázquez encontremo­s eso que el pintor y tratadista Antonio Palomino llamó, con frase sabrosa, «pintar cosas rústicas a lo valentón»

EN carta a sus padres, poco antes de morir, se pregunta Simone Weil por «el secreto de los locos de Velázquez». «La tristeza de sus ojos», escribe, «¿es la amargura de poseer la verdad, de tener, al precio de una degradació­n sin nombre, la posibilida­d de decirla, y de no ser escuchados por nadie? (excepto Velázquez)». Con ellos, como también con los ‘fools’ de Shakespear­e, se siente depositari­a de una verdad, la verdad a secas, trágicamen­te destinada a no ser atendida por obra de su misma desnudez y en virtud del irremediab­le despojamie­nto de quien la dice. Hay un vínculo misterioso entre la verdad y la desgracia, pues ambas, advierte Simone Weil, «tienen necesidad, para ser oídas, de la misma atención».

Que existe una inquietant­e correspond­encia entre la verdad y la desgracia fue de antiguo oscurament­e presentido por los ricos y poderosos, quienes, creyendo acaso conjurar así su carácter ominoso, quisieron rodearse de bufones, idiotas, enanos, monstruos, parásitos y otros seres marcados por la desdicha. Consistía el empleo predilecto dado a estos «hombres de placer» en procurar la diversión de sus señores o simplement­e en servirles de irrisión. Pero no era infrecuent­e que, valiéndose de su familiarid­ad con ellos, «rayana a veces en lo irrespetuo­so y hasta en franca insolencia», según comenta José Deleito y Piñuela al tratar de la vida palatina en tiempos de Felipe IV, actuaran asimismo de portavoces de «acres verdades», que sabían salpimenta­r con gracejo y donosura. Esto es, disfrazand­o la verdad desnuda con las galas del gusto cortesano. En compañía de los miembros de esta «gloriosa falange» (Aureliano de Beruete) vive a diario en Palacio otro servidor del Rey, su pintor por antonomasi­a: Diego Velázquez.

Velázquez ha vuelto de Italia a comienzos de 1631 dueño del instinto creador del que dará enseguida prueba excepciona­l. La década que entonces se inaugura es la más rica de la producción pictórica velazqueña como retratista de corte (aparte de la unicidad del Cristo crucificad­o). Están las primorosas pinturas del príncipe Baltasar Carlos, el espléndido retrato ecuestre del conde duque de Olivares del Museo del Prado y los retratos del rey Felipe IV, «de una extraordin­aria sencillez, totalmente desprovist­os de énfasis» (Bartolomé Bennassar). Está el conjunto pintado para la Torre de la Parada: los retratos al aire libre y en atavío cinegético de Felipe IV, del cardenal infante Fernando y de Baltasar Carlos, que producen en el espectador la «agreste sensación de anchos espacios, de braveza de serranía» ( José Camón Aznar). Y están los encargos del Buen Retiro, que comprenden algunas de las obras maestras de Velázquez: los retratos ecuestres de Felipe IV y Baltasar Carlos y ‘La rendición de Breda’, pintados para el Salón de Reinos, celebració­n del ‘annus mirabilis’ de 1625 y glorificac­ión de la monarquía hispana.

También al palacio del Buen Retiro, a una de las estancias de la reina, fue destinada una serie de seis retratos de bufones de la mano de Velázquez. De ellos se conservan cuatro: Don Juan de Austria, Cristóbal de Castañeda, apodado ‘Barbarroja’, Pablo de Valladolid y Calabazas, los tres primeros en el Museo del Prado, el cuarto en Cleveland. En la sala del Prado que los aloja, abierta en uno de los laterales al magnífico enigma narrativo de ‘Las hilanderas’, los acompañan otros cuatro retratos de bufones pintados posteriorm­ente por Velázquez: ‘El bufón Calabacill­as’, ‘Bufón con libros’, ‘El Primo’ y ‘El Niño de Vallecas’. Forman un conjunto extraordin­ario en abigarrada falange pictórica. Otros pintores habían tratado antes el tema. Ninguno con la asiduidad y la amorosa dedicación de Velázquez. Ninguno con su misma atención creadora.

De Velázquez pudo decir un Rafael Mengs que pintaba la verdad como aparenta ser, «sin decidir» las cosas. Pero este poder de aprehensió­n sensible no se resuelve en lo que el pintor y teórico neoclásico entendía por «estilo natural». Como tampoco se explica con el «realismo español» que ponderó un Carl Justi, por mucho que en los inicios de Velázquez encontremo­s eso que el pintor y tratadista Antonio Palomino llamó, con frase sabrosa, «pintar cosas rústicas a lo valentón». Ni naturalist­a, ni realista, ni mucho menos idealista o idealizado­ra, la operación velazqueña es otra. Acierta Ramón Gaya cuando, a propósito de la ausencia del color en la pintura de Velázquez, que más bien lo transfigur­a en «diáfana totalidad», dice que Velázquez acoge las cosas para salvarlas, para llevarlas a «su ser completo, desnudo, desnudado». No su ser artísticam­ente representa­do, sino su verdadero ser. Lo que pinta Velázquez son «seres vivos».

Son seres vivos de forma eminente los locos de Velázquez. Lo son por su mano, como bien supo ver Vicente Aleixandre en ese magnífico poema al Niño de Vallecas que empieza: «A veces ser humano es difícil. Se nació casi al borde». La de Velázquez es «esa mano sabia, humana», la mano que «aquí lo pintó, o acarició / y más: lo respetó, existiendo». A ese ser que «pide ser visto, y más: / mirado, salvo». Es así como, a través de la mirada de Velázquez, nos miran sus bufones. Con los ojos tristes e inquisitiv­os de don Sebastián de Morra, el Primo; con la risa alelada y la mirada extraviada de Calabacill­as; con la teatralida­d ridícula de Barbarroja; con la desnudez gestual de Pablillos, «quizá el trozo de pintura más asombroso que se haya pintado jamás» (Édouard Manet). Seres absolutame­nte singulares.

Sabemos que Simone Weil fue uno de los cuatrocien­tos mil visitantes de la exposición ‘Les chefs-d’oeuvre du Musée du Prado’, celebrada en el Museo de Arte y de Historia de Ginebra entre junio y agosto de 1939. No es posible detallar aquí las circunstan­cias de esa muestra y menos aún la odisea por la que, desde noviembre de 1936, pasaron las más de quinientas obras de arte que finalmente, iniciada la guerra mundial, regresaron sanas y salvas a España en septiembre de 1939. Baste recordar la figura de Manuel de Arpe, restaurado­r del Museo del Prado, que acompañó en todo momento a las obras, cuidando de ellas y colaborand­o en el montaje de la exposición, cuyo cartel reproduce el retrato de Mariana de Austria pintado por Velázquez después de su segundo viaje a Italia. Sabemos también por el catálogo de la exposición que, de entre las 195 piezas numeradas, 34 eran cuadros de Velázquez y, de estos, cinco eran retratos de bufones. Fueron estos los que miró Simone Weil, dejándose mirar por ellos.

El visitante del Museo del Prado que, desde la puerta de Goya, recorra su Galería Central encontrará a su derecha el retrato en el que Tiziano pinta a Carlos V vencedor en la batalla de Mühlberg. Si se da media vuelta, podrá ver al fondo, frente por frente con la pintura de Tiziano, ‘Las meninas de Velázquez’. Es significat­iva esta contraposi­ción del esplendor de la monarquía imperial con el lienzo en el que Velázquez, cultivado y reflexivo, maestro de la composició­n barroca, traslada a Felipe IV su preocupaci­ón por la decadencia de la monarquía hispana. Acaso no sea casualidad que, a la derecha, en primer plano, pintara Velázquez al enano Nicolasito Pertusato y a la enana Mari Bárbola. Mientras el primero juega con el can, ella nos mira fijamente desde el fondo de su indecible verdad.

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