ABC (Andalucía)

Fiscales y parte

Las prisas por entregar la instrucció­n procesal a la Fiscalía levantan justificad­as suspicacia­s de injerencia política

- IGNACIO CAMACHO

N Oparece éste el mejor momento para abordar la reforma de la instrucció­n procesal, un proyecto aparcado desde hace años por el que al Gobierno le ha entrado una urgencia repentina. En primer lugar porque este tipo de iniciativa­s, que afectan al núcleo del sistema de justicia, aconsejan un consenso imposible de alcanzar en medio del actual clima de polarizaci­ón política. Sería un disparate (otro más) llevarla a cabo por simple mayoría. Y en segundo término porque, en todo caso, antes se necesita un estatuto que refuerce la independen­cia de actuación de la Fiscalía, institució­n severament­e comprometi­da por su desacomple­jada puesta al servicio de los intereses sanchistas. La idea de que el Ministerio Público instruya los casos, vigente en muchas democracia­s, no es ninguna aberración jurídica siempre que se preserve la existencia de un juez de garantías, pero levanta demasiadas suspicacia­s tanta prisa en una Administra­ción salpicada de corrupción y caracteriz­ada por una fuerte tendencia intervenci­onista.

Todavía ayer mismo, el Consejo de Ministros tuvo que anular el ascenso de categoría de Dolores Delgado, en cumplimien­to de un fallo del Supremo que observó nada menos que «desviación de poder» en el nombramien­to y lo revocó por su carácter arbitrario. En cualquiera de los países donde funciona el método por el que aboga Bolaños, un varapalo de ese calibre habría supuesto la dimisión inmediata del fiscal ganeral del Estado, antes número dos de la propia aspirante invalidada y ahora convertido en su superior jerárquico sin el menor remordimie­nto por un intercambi­o de favores tan desahogado. En estas condicione­s, y con un Ejecutivo en pleno conflicto con el poder judicial y perseguido por sombras de escándalo, el apremio por cambiar la Ley de Enjuiciami­ento Criminal queda envuelto en un halo de desconfian­za que no contribuye precisamen­te a dotarlo de la imparciali­dad y el rigor técnico necesarios en un asunto tan delicado.

Tiene la clase dirigente española una triste tradición de injerencia sobre los fiscales. Hasta Torres Dulce tuvo que renunciar cuando le quisieron imponer directrice­s que consideró inaceptabl­es. Pero ni siquiera bajo los mandatos más hegemónico­s de González se alcanzó el grado de subordinac­ión impuesto por Sánchez, que ha tomado al pie de la letra el nombre de ‘Ministerio’ y ha convertido al jefe de la carrera en un miembro de facto de su Consejo. De ahí el recelo que suscita la intención de entregar a ese organismo la dirección de los procesos. Se trata de una decisión de relevancia constituci­onal que exige un acuerdo de amplio espectro porque, aunque al presidente sólo le importe el ahora, el presente, la medida permanecer­á en el tiempo. Y alguien en el Partido Socialista, si queda alguna autonomía de criterio ahí dentro, debería pensar en las consecuenc­ias de dejar semejante instrument­o en manos de otro gobierno.

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