Ni buenos ni malos
Vivimos un tiempo en que no hay criterios morales, universalmente aceptados, que permitan distinguir lo correcto de lo incorrecto
IMAGINEMOS que aparece el cadáver de una persona brutalmente acuchillada en el vagón de un tren que no ha hecho ninguna parada. Nadie ha podido subir o bajar del convoy. El asesino, necesariamente, tiene que ser uno de los pocos pasajeros que tenían acceso al lugar del crimen. La lista de sospechosos ronda la media docena. Poco a poco vamos sabiendo que todos ellos tenían un buen motivo para deshacerse del muerto. Como algunos nos caen mejor que otros, empezamos a desear que el culpable no sea ninguno de nuestros personajes predilectos. Sin embargo, cuando llega el momento del desenlace, el creador de la intriga no nos da a conocer la identidad del culpable. El principal acusado queda libre porque las pruebas que pesan contra él no son lo bastante concluyentes. Es el espectador quien tiene que determinar si era culpable o no. Ya les digo yo que si Agatha Christie hubiera apostado por un final como ese en ‘Asesinato en el Orient Express’, la gran dama del misterio no se hubiera comido un colín en el mundo de la novela policiaca. La sociedad de su época no se lo habría permitido.
Ahora, en cambio, los finales abiertos se han puesto de moda en el cine y en la literatura. Los buenos y los malos los elige el observador. ‘Anatomía de una caída’, sin ir más lejos, responde a esa nueva estructura (marido muerto, mujer imputada y absolución dudosa) y se ha llevado el Oscar al mejor guion original a pesar de que los coguionistas, los que al final tienen que elevar a definitiva la conclusión del desenlace, no solo no cobran derechos de autor sino que se ven obligados a pagar el precio de una butaca si quieren ver la película. Vivimos un tiempo en que no hay criterios morales, universalmente aceptados, que permitan distinguir lo correcto de lo incorrecto. Pondré un ejemplo de rabiosa actualidad.
Un hospital que recibe subvenciones públicas de un gobierno autonómico tiene como proveedor distinguido al novio de la presidenta del gobierno autonómico en cuestión y eso al parecer, es un escándalo mayúsculo. Al mismo tiempo, un conglomerado de empresas que reciben ayudas públicas del Gobierno central tiene como principal enchufada a la esposa del presidente del Gobierno central en cuestión y eso, al parecer, casi es una obra benéfica. Si alguien se atreve a establecer algún paralelismo entre un caso y el otro será inmediatamente acusado de militar en el lado oscuro de la fuerza. Y no digo nada si ese alguien, además de sugerir el paralelismo entre ambos casos, se atreve a aventurar que el segundo de ellos, el de la consorte presidencial, huele mucho peor que el del novio listillo del primero. Entonces la acusación que recaerá sobre él será la de conspirar contra el poder del Imperio.
Pincho de tortilla y caña a que si Agatha Christie tuviera que dirimir la controversia haría que sus lectores dieran por buena una prueba de convicción que fuera absolutamente irrefutable. Pero hoy en día, por desgracia, la búsqueda de la verdad se ha quedado sin lectores.